Tuesday, June 18, 2013

Verde verde, que te quiero verde!

Con esa mala costumbre y facilidad para el mal gusto que le son propias, la crítica ha rebajado el último filme de Enrique Pineda Barnet a una lectura moral; lo que explica esa tan extraña como indetenible declinación de las artes y su correspondiente crítica, cada vez más ineficientes para una representación y comprensión final de la realidad. Así pues primero, y como su mayor virtud incluso, Verde verde es tan teatral y abstracta que llega al más puro expresionismo [¿Caribeño?][i]; aprovechándose de un nivel tal de sordidez que rehuiría como Caronte cualquier atisbo de la magra realidad, replegándose al alcance universal de su conceptismo. De hecho, si se fuera a hacer una lectura moral de este filme, lo que resaltaría es el resentimiento evidente de su realizador; que no volcándose a la vindicación de su héroe prefiere explayarse en la apoteosis con que se hunde su antihéroe, que es quien funge aquí de protagonista. Repartiendo culpas [innecesarias] cualquiera podría hasta escandalizarse de esa saña imprudente y egoísta con que el heroico partenaire desata las furias del otro en derredor suyo; pues la acción es suicida de principio a fin, con una aspereza y una violencia —un poco sublimada— de parte y parte que por suerte nos avisa de que el clima no es moral sino estético. 

Ya en este punto, es magistral y fino [pinedista] ese hilvanado de la trama desde la paradoja del refrán popular; que con sabiduría a dicho siempre que demasiado verde ya es maduro, por aquello de que los extremos se tocan y la negación excesiva es lo que resulta en confirmación. No hay dudas de que el poco angélico héroe se siente atraído por esa violencia peligrosa del hombre que se niega a sí mismo, que es lo que explicaría ese retorcido deseo por el traumático protagonista; por si quedaran dudas, a cada rato adorna su danza con esos despliegues de prepotencia del macho en celo que baila sus ritos en busca del apareamiento; que aquí los roles son fijos —¡y bien convencionales!— aunque luzca lo contrario, con esa ambivalencia con que Pineda remarca la sordidez [¿interior?] del mundo en que escarba. El final es desagradable a propósito, porque se trata del vértice de esa espiral por la que desciende quien desafíe a su hado; y tiene algo de alevoso en ese ser desagradable, desde la sospecha misma de que es un exceso [gratuito] que busca burlarse con ensañamiento del derrotado, haciendo leña del árbol caído.

Técnicamente la película es de resultados mixtos, desde la excelencia de su ambientación [expresionista] a un sonido que desvirtúa un poco la fuerza de las actuaciones; dando la impresión incluso de descolocamiento con lo que sólo parece ser un pésimo doblaje, viejo talón de Aquiles del cine cubano, que no gusta del sonido directo. Espectacular la parca participación luctuosa de Farah María, con un personaje bien logrado aunque ya demasiado habitual a toda pretensión de expresionismo; a la que por fin vemos envejecer, siquiera un poco —bien poquito— con esa belleza intrigante de su eterna juventud. Los créditos iniciales son de una funcionalidad exquisita, sintetizando el asombro que se desplegará a lo largo del filme; e igual la inclusión de la pintora, con sus viñetas climáticas que remedan a la perfección aquellos carteles explicativos del cine mudo, en un mundo en el que lo que importa no es lo que se dice.


[i] . Esto tiene sentido, no es sólo una hipérbole, la saturación de colores sin degradarlos a la monocromía del ocre contribuiría a una subjetivación muy distinta —apela a los sentidos y no a la intelectualización— del origen [alemán] del original.

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