El
Huffington post publicó en
la internet un
artículo muy agudo de Hayley Krischer acerca del último estreno
de Disney, Maleficiente; una historia de la bruja del cuento de la Bella
Durmiente del bosque, que siempre fue una figura intrigante y atractiva. El
artículo es agudo, porque hace una lectura en clave simbólica acerca de nuestra
cultura machista y violenta; y no es que esté descaminado, que es muy agudo y
eficiente, sino que padece la cortedad utilitaria de la antropología
norteamericana, demasiado convencional. En efecto, la terrible violencia de
nuestra cultura machista está codificada en los símbolos de la misma; pero la
lectura que exige no es sobre un hecho concreto, por más detestable que sea,
sino sobre los alcances universales de nuestros actos. Esa función fue una
capacidad intrínseca a la literatura, hoy en decadencia precisamente por el
utilitarismo de las lecturas convencionales; que incluso se asienta en la larga
tradición del cine norteamericano —y el de Disney en particular— de expoliar la
literatura infantil con reductivismos utilitarios y ñoños.
Afortunadamente, bien que cojeando en
el intento, Maleficiente logra sobreponerse a esta fatalidad cultural del cine
norteamericano; y aunque con vastas incongruencias fácilmente perdonables, nos
impone el objeto de Maleficiente con todo el dramatismo de la más cruda
realidad. Primero las correcciones, para que la episteme encaje los
movimientos, porque la lectura que se propone es antropológica; pero en clave
metafísica, de ontología, porque de lo que se trata es del desarrollo y la
proyección de las naturalezas. Habrá que recurrir a la misma tradición
epistemológica de Occidente, a la que en definitiva apela el filme; y reconocer
en la femineidad esa función de la naturaleza de dar carácter al acto como
propio suyo, en la realización concreta del Ser. En esa corrección habrá que
ver que Maleficent no es un hada [fairy] sino un duende, una especie de elfo
incluso en su configuración física; también la incongruencia del nombre antes
de la violación que le cambia el sentido y la sume en su historia de venganza,
pues su sentido p0rimero era positivo.
Maleficent en todo caso es la
realidad como naturaleza, hecho dado por su misma femineidad como principio
epistemológico; el Ser a realizarse, que ha de hacerlo en esa naturaleza
produciendo una propia [natura
naturantiis] es el rey Estefan, y es el que introduce el problema moral con
su egoísmo que le hace mentir y violar la naturaleza misma de la realidad
[Maleficent]. La contradicción del nombre de Maleficent todavía tiene sentido,
apelando al reordenamiento de significados que produjo la cultura cristiana; en
el que todo impulso proveniente de la naturaleza es una incitación al mal, y es
por ello maleficiente. Maleficent es obviamente esa naturaleza en la carne,
como no lo son las hadas en modo alguno, más relacionadas a las cuestiones
espirituales del intelecto; e incluso hay un momento casi desapercibido en que
las hadas rinden pleitesía al rey —contrario a Maleficent—, estableciéndose
como facultades suyas para proyectarse en esa naturaleza peculiar también suya
que es la princesa Aurora.
La princesa, por su parte, es la
realidad pero en tanto histórica y específicamente humana, dígase que
artificial; producida por el hombre y
bajo la tutela de las facultades del mismo, en las hadas a cuyo [mal] cuidado
queda. El conflicto es pues entre naturalezas, la de la realidad violada por la
violencia del hombre y la del hombre así producida; pero se dirige a la
reconciliación, en que la realidad trascendente se reconoce en la inmanencia de
la hija del rey y se convierte en su mismo espíritu, que la despierta y rescata
de su propia maldición. Este es un momento espectacular en el
guión, en el que la princesa le dice a la duende que sabe quién es y que no le
teme; pero sobre todo porque se lo dice con confianza y no como un desafío,
porque se reconoce en ella misma y sabe —mejor que la otra— que es ella misma. En este sentido, el esquinazo al príncipe Philip es
apenas una situación jocosa más que paradójica, y palidece ante la maternidad
de Maleficent; que es en definitiva lo que importa, como sentido de esperanza
por el que el hombre puede redimirse, porque en definitiva es la realidad la
que se impone en su trascendencia, por su inmanencia.
Ya cuando los románticos alemanes
recopilaron sus colecciones de cuentos infantiles, los edulcoraron tanto que
les ensombrecieron el oscuro origen; en el que la historia de la Bella
Durmiente en realidad sería la de la Valquiria Brunilda, que será violada por
Sigfrido, el único capaz de atravesar el círculo de fuego en que la había
condenado a dormir Wotan. De este modo, ni tan curiosa ni paradójicamente, la
historia de Maleficent vuelve a conectarse con nuestra cultura de violencia
machista; que al final es lo que subyace como materia detrás de toda la simbología
en que se ha codificado el Occidente; pero más interesante que eso puede ser
que la oposición directa se daría entre la reorganización [violenta] del
Cristianismo, que se dirige a su propio fracaso en su artificialidad, y su
redención posible en el paganismo que violenta en la selva negra como un
cosmos, que es la Germanía.