Buscando a Caín
Por Ignacio T. Granados Herrera
Por alguna extraña razón, siempre
que se pide un testimonio sobre alguien
la gente suele explayarse sobre sí misma; ese ese arenal de sus vidas lo que el
demandante debe cernir hasta encontrar lo que busca, una pepita perdida ahí.
Eso debe tener sentido, pero en todo caso hace del buscador un genio, que
guiado por su olfato desecha la paja y va al grano; porque obcecado, el de
buscador es un oficio que se alza sobre los oficios en que la gente pierde su
originalidad, y la encuentra. Eso sería lo que quede demostrado en los trabajos
de Elizabeth Mirabal y Carlos Velazco sobre Guillermo Cabrera Infante, el genio
de la investigación con olfato providencial; que se revela en ellos, no por la
pesquisa misma sino por el mosaico con que devuelven el perfil perdido, y que
reluce ahora en claro oscuros, por sobre las cicatrices del enjaezado. Mirabal
y Velazco suena a agencia de detectives y a esquina de la Habana, que vienen
siendo más o menos lo mismo; el lugar donde confluyen el rumor y la versión
oficial, y lo mismo espontáneamente que a la fuerza… y de eso es de lo que se
trata.
Hay un momento espectacular en Buscando a Caín, en que una de las
hermanas Calvo —¡nada más y nada menos que Marta!— desmiente a la otra —¡nada
más y nada menos que Idolidia!— en su testimonio sobre Cabrera Infante. El
dramatismo que se logra en el contraste eleva el libro al nivel espectacular
del cine musical norteamericano, que es un género tan capaz como la épica griega;
con su tramoya como dioses que ascienden y descienden, y se enamoran y
encolerizan por igual. Mirabal y Velazco no son entonces como el maestro de
ceremonias que anuncia a los serios declamadores, sino que son los guionistas
del drama; que guiados por la paradoja de duros dedos saben atenazar a sus personajes,
como el coro que son del drama en el que se revela el verdadero héroe, cuya
ausencia hace que su inmediatez sea más impresionante y dramática.
Buscando a Caín es el compendio que más espulgado les ganara a Mirabal
y Velazco les valiera el premio UNEAC del 2009, por Tras los pasos del cronista; este primero fue editado por ediciones
ICAIC en el 2012, y con una organización más maliciosa —cuasi cainesca— es
mucho más jugoso. Se trata de esa sagrada informalidad que les permite jugar y
lograr impacto dramático con sus cabriolas de reporteros; mientras que el otro
es un tomo serio sobre una figura muy seria de la no menos seria cultura cubana,
todo sumamente serio; y a quien saque el ácido humor de Cabrera Infante habrá
que recordarle que —cubano al fin— volcaba su acidez sobre los otros, no sobre
sí mismo, pues bastante a pecho que se tomaba. En todo caso, Cabrera Infante es
una figura real de ese cuerpo complejo y a menudo caníbal que es la cultura
cubana del período revolucionario; que no empieza ni termina en 1959 sino que
en esa fecha tiene su punto de inflexión más grave, incidiendo igualmente en la
vida de todos aquellos a los que afectaba. Ese sería el valor de este libro que
exige calma y tiempo para su consumo, porque va de disfrute y no de noticieros
ni calendarios.
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