Friday, July 31, 2015

Glosa a Miguel Otero Silva

Por Ignacio T. Granados Herrera
Hilario González
Hacia 1992, un inagotable Hilario González —el musicólogo de Los pasos perdidos— se detenía maravillado ante un soneto de Miguel Otero Silva; que en la perfección de su rima desgranaba un erotismo de sublime modernidad, en la que aún se respirara a Becquer. El estupor no se debía sin embargo a la belleza, que ya había sugerido al músico la música; se debía a la súbita sospecha de que tanta sensualidad respondiera más bien al arrebato místico que al mero enamoramiento. Ya era un hecho viejo la viciosa ambigüedad del éxtasis de Santa Teresa, y hasta el Cantar de los cantares se había reducido ya a mero artilugio epistémico de la teología; en definitiva, el mismo Otero Silva se gastaba un evangelio según el mismo, con el que desgranaba la doctrina católica en claves modernistas. La piedra que era Cristo se interponía así como referencia suprema de aquel soneto sin otro nombre que su primera línea; pero, demasiado evidente para una textura tan poco manida, más que a beatería olía a sulfurosa insistencia libidinosa.

El aire ya no es aire sino aliento,
El agua ya no es agua sino espejo,
Porque el agua es apenas tu reflejo
Y ruta de tu voz es sólo el viento.

Ya mi verso no es verso sino acento,
Ya mi andar no es andar sino cortejo,
Porque vuelvo hacia ti cuando te dejo
Y es sombra de tu luz mi pensamiento.

Ya la herida es floral deshojadura
Y la muerte afluente de ternura
Que a ti me liga con perpetuo lazo.

Tornose rosa espléndida la herida
Y ya no es muerte sin dulce vida
La muerte que me das entre tus brazos.

Otero Silva es en efecto un autor demasiado complejo para ser reducido a la mera beatería modernista, y también demasiado fino para ser reducido a la más leve obscenidad; pero justo del tamaño de la sutileza que se refocilaría en el valor dramático de la ambigüedad,  desdeñoso de toda racionalización.

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Esa era también en definitiva la apuesta del Modernismo, que Insistía en formalismos ante el grosero reductivismo del sentido recto; sólo que vencido ante el peso de unos símbolos que cobraban vida propia y convencional por el oportunismo vanidoso de los poetas, que siempre lo echaron todo a perder con su seudo misticismo. La piedra que era Cristo devendría así en poder simbólico más que del símbolo, ya convencional; y la ambigüedad devendría por ello en la única materia propia de la reflexión estética, sólo aparentemente atrapada por el convencionalismo. Otero Silva redimiría así al mismísimo San Juan de la Cruz, que a la sombra de Santa Teresa no podía entonces distinguir la exaltación; que siendo básicamente la misma canalizaría sin embargo la redención del género de modo efectivo.

En algún momento de La piedra que era Cristo el protagonista revela que el reino de Dios está cerca, siempre lo había estado; tanto que sólo espera —no exige— una conversión que dirija la mirada hacia adentro, donde reside lo que pierde o salva por su extrema individualidad. Semejante discurso de pastor venido a menos (¿Coelho?) contiene toda la verdad del universo, tan evidente que resulta invisible; ese es el velo de la ambigüedad,  que tiñe de absurda toda justificación del Cántico espiritual, pero constreñido en la belleza de un soneto por esa terquedad de la piedra que era Cristo.

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