Glosa a Miguel Otero Silva
Por Ignacio T.
Granados Herrera
Hilario González |
Hacia 1992, un inagotable
Hilario González —el musicólogo de Los
pasos perdidos— se detenía maravillado ante un soneto de Miguel Otero
Silva; que en la perfección de su rima desgranaba un erotismo de sublime
modernidad, en la que aún se respirara a Becquer. El estupor no se debía sin
embargo a la belleza, que ya había sugerido al músico la música; se debía a la
súbita sospecha de que tanta sensualidad respondiera más bien al arrebato
místico que al mero enamoramiento. Ya era un hecho viejo la viciosa ambigüedad
del éxtasis de Santa Teresa, y hasta el Cantar
de los cantares se había reducido ya a mero artilugio epistémico de la
teología; en definitiva, el mismo Otero Silva se gastaba un evangelio según el
mismo, con el que desgranaba la doctrina católica en claves modernistas. La piedra que era Cristo se interponía
así como referencia suprema de aquel soneto sin otro nombre que su primera línea;
pero, demasiado evidente para una textura tan poco manida, más que a beatería
olía a sulfurosa insistencia libidinosa.
El aire ya no es aire sino aliento,
El agua ya no es agua sino espejo,
Porque el agua es apenas tu reflejo
Y ruta de tu voz es sólo el viento.
Ya mi verso no es verso sino acento,
Ya mi andar no es andar sino cortejo,
Porque vuelvo hacia ti cuando te dejo
Y es sombra de tu luz mi pensamiento.
Ya la herida es floral deshojadura
Y la muerte afluente de ternura
Que a ti me liga con perpetuo lazo.
Tornose rosa espléndida la herida
Y ya no es muerte sin dulce vida
La muerte que me das entre tus brazos.
Otero Silva es en
efecto un autor demasiado complejo para ser reducido a la mera beatería
modernista, y también demasiado fino para ser reducido a la más leve
obscenidad; pero justo del tamaño de la sutileza que se refocilaría en el valor
dramático de la ambigüedad, desdeñoso de
toda racionalización.
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Esa era también en
definitiva la apuesta del Modernismo, que Insistía en formalismos ante el
grosero reductivismo del sentido recto; sólo que vencido ante el peso de unos
símbolos que cobraban vida propia y convencional por el oportunismo vanidoso de
los poetas, que siempre lo echaron todo a perder con su seudo misticismo. La
piedra que era Cristo devendría así en poder simbólico más que del símbolo, ya
convencional; y la ambigüedad devendría por ello en la única materia propia de
la reflexión estética, sólo aparentemente atrapada por el convencionalismo. Otero
Silva redimiría así al mismísimo San Juan de la Cruz, que a la sombra de Santa
Teresa no podía entonces distinguir la exaltación; que siendo básicamente la
misma canalizaría sin embargo la redención del género de modo efectivo.
En algún momento de La piedra que era Cristo el protagonista revela que el reino de Dios está cerca, siempre lo había estado; tanto que sólo espera —no exige— una conversión que dirija la mirada hacia adentro, donde reside lo que pierde o salva por su extrema individualidad. Semejante discurso de pastor venido a menos (¿Coelho?) contiene toda la verdad del universo, tan evidente que resulta invisible; ese es el velo de la ambigüedad, que tiñe de absurda toda justificación del Cántico espiritual, pero constreñido en la belleza de un soneto por esa terquedad de la piedra que era Cristo.
En algún momento de La piedra que era Cristo el protagonista revela que el reino de Dios está cerca, siempre lo había estado; tanto que sólo espera —no exige— una conversión que dirija la mirada hacia adentro, donde reside lo que pierde o salva por su extrema individualidad. Semejante discurso de pastor venido a menos (¿Coelho?) contiene toda la verdad del universo, tan evidente que resulta invisible; ese es el velo de la ambigüedad, que tiñe de absurda toda justificación del Cántico espiritual, pero constreñido en la belleza de un soneto por esa terquedad de la piedra que era Cristo.
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