Raymond Chandler en la Habana
Por Ignacio T. Granados Herrera
Obviamente, es muy difícil que un escritor de
temas policíacos sobreviva impune al impacto de Raymond Chandler; pero lo cierto es que Philip Marlowe no es
exactamente una barba de tres días ni el semi alcoholismo que lo caracterizara.
En rigor, Marlowe era un carácter trágico, como Hamlet, no un sentimental
afeminado en su frustración generacional; porque, y ahí puede estar el detalle,
el problema de Marlowe era ese individualismo feroz que le hizo traspasar toda
convención con su tragiquismo; también, en otro detalle importante, era un
carácter salido de la pluma de Raymond Chandler, ni su entorno era la
ambigüedad dicha a media voz de la Habana. Eso explica las diferencias de Marlowe
respecto a Mario Conde, como del magisterio de Chandler respecto al devoto
discipulado de Padura; no importa la merecida gloria de su consagración como
escritor por la burocracia ejecutiva de las corporaciones editoriales, frente a
la crudeza del mercado real con que sentó Chandler su magisterio.
Herejes es así una magnífica novela, pero sólo según
los parámetros de estos tiempos, que son del triunfo de los epígonos; no del
establecimiento de un canon sino del seguimiento de los ya heredados, y bajo la
vigilancia implacable de esos ogbonis de la industria editorial que son la
crítica especializada. En ese sentido, Herejes
retiene el mérito de los grandes aires históricos que probó Padura con El hombre que amaba a los perros; y eso
no es poco en una literatura como la cubana, que se caracteriza por el realismo
banal, desconociendo los manierismos que le dieron la gloria. Ciertamente no es
poco conseguir distanciarse del falso realismo sucio de Pedro Juan Gutiérrez,
cuyo éxito probó ser circunstancial; y eso significa que Padura es el que más
posibilidades tiene de conseguir esa gran novela que devuelva los aires
majestuosos a la literatura cubana, dilapidados por su juventud revolucionaria.
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No obstante, para conseguir eso, Padura tendría
que madurar y distanciarse de ese tragiquismo por el que ni siquiera es seudo
sucio como Pedro Juan; y en el que resulta de un sentimentalismo lacrimógeno y
limosnero, que debe tener al manly Marlowe
revolviéndose en sus monumentos. Para eso quizás le sirva desechar la fe en el
posible encanto del desencanto generacional, porque los dramas son siempre
individuales y concretos; incluso si generacionales, los dramas sólo cobran
realidad en las vidas concretas, y es por eso que por sobre su naturaleza
tienen siempre esa inefabilidad compulsiva de lo humano. Eso es lo que le falta a Mario Conde, la
compulsión por la que la contravención las reglas no es ni siquiera un gesto
sino su existencia misma; y el día que Padura consiga comprender eso, Mario
Conde alcanzará la cristalización más grande, porque él no es una fórmula —¿o
sí lo es?— sino un arquetipo, sólo que todavía inmaduro.
Para el ejemplo, esta inmadurez del personaje
de Conde quizás pueda rastrearse en la de la misma prosa de Padura; que
pudiendo resolverse en la gramática funcional que priorice su historia
(Chandler), todavía opta por el trascendentalismo, entre la elegancia
carpenteriana y la síntesis hilarante de García Márquez; ninguna de ellas
conseguida, porque la elegancia se reduce a la impostación de unos giros
innecesarios, y la síntesis garciamarquiana a un resumen de falsa hilaridad. Es
decir, se trataría de una prosa increíblemente inmadura, hablando de un
escritor que comenzó con el pulso modesto pero firme de Fiebre de caballo; y que llegó a la transparencia sintáctica de El hombre que amaba los perros, sin
estorbar esas pretensiones de grandeza con un gesto falso.
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La prueba estaría en que ninguno de los dramas
en que se vio envuelto Marlowe tenía ese aliento histórico y trascendente que
bosteza todo lo cubano en la secuela de Carpentier; quien sin embargo era muy
consistente al fijar su propio objeto en esa trascendencia histórica, pero a la
que saltaba desde una curiosidad antropológica y no de una veleidad
sentimental. De esa humildad podría haber extraído Padura ese alcance, más
efectivamente trascendental que toda la información contenida en los más
prolijos archivos; como el sentido cinismo con que el existencial Marlowe sigue
reinando como el arquetipo inalcanzable que fatiga la pobreza de Mario Conde.
En el entretanto, Herejes sí es una
buena novela, sobre todo por sus dimensiones y hasta su estructura
relativamente novedosa; disminuida sólo por esa debilidad de Padura en sus
intereses como escritor, difícil de superar por su dependencia de la burocracia
editorial, que —no queda claro si desgraciadamente— puede pagar por su talento.
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