¡Vaya la prensa, como la cogieron, la prensa!
Por Ignacio T. Granados
Uno de los problemas de la
transición tecnológica en el panorama de la cultura es el de la factibilidad
económica de sus prácticas concretas; una dificultad que habría afectado
especialmente a la prensa, ante el desarrollo de fuentes alternativas de información,
como las redes sociales. Ante eso se suele alegar la poca fiabilidad de esas
fuentes alternativas, como si las tradicionales mantuvieran el rigor
tradicional; como si no lo hubieran perdido
entre el ego de sus columnistas, que de ser informadores habrían pasado
subrepticiamente a ser formadores de opinión. Por supuesto, el origen de este
problema estaría en la distorsión también original de su función; cuando,
atenida a su impacto político, la prensa se postuló como otro poder, alternativo
a los tres tradicionales; en vez de postularse como un contrapoder, que es la facultad
provista por su capacidad de supervisión crítica de la estructura total de la
sociedad.
Obviamente, una vez establecida
como un poder, la prensa sufriría los mismos procesos de los poderes
tradicionales; ya que lo que identifica al poder es la convencionalidad en que
puede organizarse en función de esa estructura total, a la que entonces se
subordina. No obstante esta distorsión,
al menos en principio la prensa hubiera podido mantener su factibilidad;
no ya satisfaciendo la necesidad original que le dio lugar, porque para eso
tendría que substraerse de la convencionalidad con que integra dicha
estructura; pero sí ocupándose de los problemas relevantes a la comunidad de la
que depende económicamente, y de los que extraería su propia relevancia. Aquí
confluyen varios problemas que contribuirían a esa distorsión de la función
original, ya desde el problema mismo de la dependencia económica; al
desarrollar la publicidad como su principal fuente de recursos, desplazando n
este sentido a la población consumidora y destinataria final de su producto;
respecto a la cual desarrolla entonces una función de patrocinio antes que de servicio,
alineándose con esa independencia a los poderes tradicionales; no ya en la
convencionalidad, que de ser una determinación pasaría a convertirse en el
síntoma de una situación dada, sino en el ejercicio mismo del poder político.
Esto se reflejaría en la
cobertura más o menos efectiva del ambiente cultural a niveles locales, sujeta
a la corrupción y el clientelismo; con el que la prensa se sesga a favor de
unos y en detrimento de otros, según el acceso de estos a dichos espacios como
formadores de opinión. Está claro que dicho acceso es arbitrario por principio,
sujeto a la manipulación más o menos egocéntrica de los interesados; pero eso
no sería lo importante, sino la derivación imperceptible, que redundaría en esa
pérdida de relevancia final de la prensa sobre la cultura local; que redundando nuevamente en su ascendencia sobre esa cultura, redundará otra vez en un peor desempeño
publicitario a mediano o largo plazo, compitiendo con la mayor popularidad y
relevancia de las redes sociales. Obviamente el fenómeno varía de una localidad
a la otra, según sus condiciones particulares; de modo que allí donde se dan
otros problemas críticos al margen de la cultura —como la violencia o los escándalos
políticos—, la prensa puede mantener esta relevancia. Sin embargo, la
peculiaridad de Miami sería precisamente la de la plácida mediocridad donde
nunca pasa nada al margen de la cultura; porque la corrupción política está tan
imbricada en las relaciones de poder que a la prensa no le interesa enfrentarla
—como antes—, y la violencia es también mediocre y pobre.
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El problema en ese punto estaría
en la incapacidad para prever este resultado, en una estructura afectada por la
arrogancia corporativa; porque como parte de ese desarrollo del capitalismo post
industrial, la prensa es también una corporación administrada por una
burocracia ejecutiva. Vale recordar que como el resto de las empresas afectadas
por este corporativismo postmoderno, la
prensa surge en pleno apogeo del capitalismo industrial; que como reflejo de la
apoteosis misma de la modernidad —entre los siglos XVII y XIX—, sufre la
postmodernidad como su decadencia. En Miami concretamente, esto puede verse en
la precariedad de esa cobertura sobre una cultura local, riquísima como propia
de una realidad popular; que sin embargo se ve constreñida a los intereses de
quienes alimenten ese acceso personal, inevitablemente mediocres en su
convencionalidad. La prensa en Miami sigue así atada al fatalismo de su
convencionalidad, en la forma de una generación vetusta que se niega a ir a la
par del tiempo en su naturaleza reaccionaria; lo que no es un problema de
alineación ideológica sino de pragmatismo político, y sería suficiente para
explicar esa irrelevancia que la conduce inexorable a la improductividad.
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