El conflicto que enfrentó el Capitán general O’Donnell
en Cuba no era de rebelión efectiva, sino de negrización; como un peligro que
emanando de la reciente república haitiana, brindaba un paradigma a los negros
cubanos. Eso no se traduce en alzamientos peligrosos, que la geografía del país
hubiera permitido controlar con facilidad; pero sí la formación de un foco
ilustrado en Santiago de Cuba, que dificultara la primacía de la sacarocracia
blanca.
No es casual que los Independientes de Color se
alzaran en Santiago, ni el ascendiente haitiano de sus líderes; tampoco que ese
mismo fuera el ascendiente de Rómulo Lachatañeré, el antropólogo negro que
cuestionara a Ortiz. Santiago de Cuba era sin dudas un foco de nueva
hermenéutica, surgida de los conflictos de haitianos y dominicanos; que
recalando allí con sus problemas, incluso de identidad, se enfrascaban en sus
discusiones ajenas a La Habana.
La referencia es fuerte, con un Antenor Firmin que
desafía en Francia al fundador de la antropología francesa; y un Joseph Janvier
que rescata la disciplina a su valor propio sobre la humanidad, desde las
reducciones etnológicas. La tensión negra es fuerte en Cuba, con un Occidente
amenazado por dos frentes, no sólo el oriental; también está el del comercio
con la Luisiana, a donde han huido haitianos y franceses, mezclados en sus
desavenencias.
Mientras tanto en Cuba, lo más que puede hacerse es
lanzar esa paloma de vuelo intelectual del mestizaje; que se postula como pura
necesidad lógica, pero de difícil realidad en esa ficción del sincretismo
político. En definitiva, el mestizaje es una categoría no sólo abstracta y
convencional, sino de suyo condicionada a su subordinación; mientras las
personas se comportan como negros o como blancos, relativa pero también
firmemente.
El mestizaje no puede acceder a los intríngulis de la
política, que reacciona airada cada vez que se rompe la regla; eso es lo que no
le perdonó la burguesía a Batista, justificando la violencia en contra suya
como revolucionaria. Tras Batista estaba la amplia ala del conservadurismo
negro, que tenía aspiraciones burguesas en su carácter proletario; y eso era
impensable, como esa amenaza constante que emanó del Caribe, hasta que la
revolución pudo controlarlo.
En eso consiste el trabajo de René Depestre, con un
título tan ilustrativo como Bienvenida y adiós a la negritud; pero tan
minucioso que recoge y organiza hasta sus propias falencias políticas, con las
que disuelve el movimiento. Este libro de Depestre emula la disolución del
Movimiento del Niágara, por W.E.B. Du Bois, en Norteamérica; subordinando toda la
posible negritud estadounidense a la estrategia política del liberalismo, que
es ideológico y blanco.
La crítica de Depestre se centra en el culturalismo del
movimiento, como esfuerzo de una nueva ontología; sin ver que se trataba de
recuperar la ontología original del ancestralismo negro, adecuando los defectos
de la occidental. No pudo comprenderlo —como no puede comprenderse todavía— porque
el problema no es sólo ontológico; es de hecho hermenéutico, en esa dependencia
hermenéutica del Marxismo de la tradición Idealista en que nace; y cuyo
trascendentalismo deriva a lo histórico, tratando de resolverle algún
inmanentismo, pero infructuosamente.
La negritud ofrece todavía y sin embargo esa capacidad
de renovación para todo Occidente, que se niega terco; no por perverso sino
infantil en la terquedad, dada esa insuficiencia en que no puede comprender esa
falencia suya. El Nuevo Pensamiento Negro, reorganizando el fenómeno, puede
suplir esta carencia, que es hermenéutica; y que debida al exceso ilustrado de
la modernidad, ha precipitado incontenido toda su civilización a la entropía;
lo que no es grave, si después de todo ahí está Haití, dispuesta con su ilustración,
dándole la bienvenida de nuevo a la Negritud.
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