Lo más sorprendente de este libro, sería la profundidad filosófica
que propone para la comprensión de la historia; su propuesta de entrada es una
ontología de la historia, no la historia misma, sonando como una fenomenología
del espíritu. Para ello sin embargo, parte de los debates teóricos sobre la
política, con su rosario de referencias a autores postmodernos; con lo que se
encierra en el fatalismo hermenéutico de esos debates, que es sobre conceptos,
no sobre realidades.
Contra ese absurdo fue que blandió Occan el filo racional
de su navaja, en aquel tiempo absurdo de los universales; instrumento mellado
por el racionalismo moderno —que no fue racional—, y oxidado luego en las
teorías postmodernas. Eso es lo que no resuelve este libro, planteándose como
racionalización de esa irracionalidad, que serpea entre teorías; con una
organización de los problemas históricos, resumibles en el trascendentalismo
histórico del idealismo moderno.
La dificultad podría residir precisamente en ese
pretensión de escatología, que es todavía historicista y no antropológica;
porque en su naturaleza ilustrada, se trata de una extensión de los debates
eruditos del siglo XIX, no su solución. Eso no es poco, como una contracción que
en definitiva se agradece, a los mejores tiempos del pensamiento cubano; sólo
que aquellas aguas trajeron estos lodos, como en todo occidente, del que Cuba
es una ínfima expresión.
El libro tiene críticas válidas, como ese
trascendentalismo, que desde Kant subordina al individuo a lo social; pero metaforiza
ese colectivismo forzoso como tribal, en una de las reducciones más excesivas en
su racionalismo. La alusión es claramente a una premodernidad del concepto de
nación, que obvia el problema que pretende resolver; en tanto se trata de un afianzamiento
del poder de las coronas sobre la aristocracia feudal, con la soberanía.

Desde ahí, la metáfora del nacionalismo como tribal es
también errada y excesiva, desconociendo su naturaleza; primero, por la
funcionalidad de las relaciones tribales, en la matrilinealidad y la geronto
democracia; e inmediatamente, en el determinismo político que disuelve a esta
función en Occidente, con la patrilinealidad. Eso por ejemplo, es un elemento
de valor transhistórico en lo antropológico, pero realizado históricamente;
cuando el establecimiento de la sociedad feudal la estructura en esa
patrilinealidad, en su convencionalismo político.
Esto hace que la propuesta de estos autores carezca de
una base ontológica, como esa antropología que necesita; y que suple con
figuras literarias, como el fatalismo político de Novas Calvo en un homenaje a Moreno
Fraginals. No es que la literatura no tenga este recurso, como prueba el esteticismo
de de Lezama Lima, con todo y sus defectos; es que aquí no se organiza, como
ese drama existencial, con que Lezama resuelve las dicotomías de Herman Hesse.
En este sentido, este libro es como una contracción a
esas dicotomías hessianas, que es su defecto filosófico; en tanto sólo
actualiza —mientras expande— el reduccionismo que diera lugar a Hesse, desde el
cristianismo de San Agustín. La misma idea de que Cuba cuestione su legitimidad
ontológica sería una fantasía intelectual, asumiendo que tiene una ontología;
si de hecho carece de ese orden en su tradición intelectual, que imponga alguna
suficiencia a su determinismo político.
Otro error de este acercamiento, es la atribución de una
naturaleza cultural y no política al nacionalismo cubano; como si no derivara
del anexionismo decimonónico, que respondía a los intereses económicos de la
sacarocracia. Asumir que el nacionalismo responde a una idea romántica, es
todavía legitimar en la inocencia su mito fundacional; en ese mismo
trascendentalismo histórico que critica como tribal, cuando carece de
inmanencia para ese tribalismo.
Así, como crítica a ese supuesto romanticismo, se le
reduce lo nacional a su expresión territorial, en la raza y la lengua; cuando
sólo justifica el interés económico, como verdadera volición del patriciado, a
la que arrastra a la masa popular. Ciertamente no se trata de un ideal de
justicia, que como convención es otra abstracción, convencional y trascendente;
sino de la inmanencia de unas necesidades de clase muy definidas, que así se
justifican en su trascendencia posible.
Este error provendría de sus referentes en el Idealismo, dando
por suficiente la consistencia de los conceptos; sin atender a la relatividad
con que estos son derivados del sujeto —no del objeto—, como convención. Desde
ahí, si el realismo puede aspirar a una objetividad relativa, el idealismo
deviene en subjetivista; justo por atender a la racionalidad de sus objetos
como suficiente, antes que a su función como reflexivos.
Continua
Post a Comment