En la muerte de Gloria Leal
Los libros eran hermosos y extraños, por lo artesanal,
que los hacía casi únicos aunque seriados en el diseño; en el que superponíamos
toda la imaginería poética de Occidente y extremo oriental, con énfasis en el grabado.
Lo que hacíamos entonces era una suerte de Libro de las maravillas de Boloña, con
ese nivel de exaltación casi mística; como experiencia a la que no dudó en
aferrarse Gloria Leal, en esa forma práctica del patrocinio que fue Artes y
Letras.
Fruto de esa fructífera admiración, surgió Cartas para
Gloria, un triduo ensayístico en que yo organizaba mis teorías; un tomillo farragoso,
por los párrafos enormes y encabalgados con que yo ignoraba terco sus avisos
sobre periodismo. Por sobre todas las cosas, lo recibió con la gracia con que
los grandes reconocen los homenajes, aún si torpes; señalándome con el dedo las
erratas que yo juraba haber purgado para darle en la cabeza, con aquella
sonrisa de superioridad.
En una ocasión, hastiado de la hostilidad ambiente,
renuncié a aquellas páginas que generosamente me había abierto; pero ella danzó
el minué más estilizado —demostrando en qué consiste el poder—, atrapándome en
mi propia arrogancia. Ahora ha muerto, y esta ausencia suya sólo se compara a
la de Juan Manuel Salvat y Lesbia Orta de Varona; gente incomprendida en su
convencionalidad aparente, cuya escondida excepcionalidad marca a la cultura
local.
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