Friday, March 21, 2025

En la muerte de Gloria Leal

Esto es una nota personal, como no acostumbro a hacer, pero que debo por todo lo que significó Gloria Leal; un mártir y símbolo de la cultura miamense, en esa amalgama extraña de las páginas de El Nuevo Herald. En el 2004 colaboraba yo con Carlos A. Díaz Barrios, haciendo su colección de clásicos El anillo de Proserpina; unos libros entre lo artesanal e industrial, con tiradas pequeñas, en que publicábamos clásicos de la literatura occidental.

Los libros eran hermosos y extraños, por lo artesanal, que los hacía casi únicos aunque seriados en el diseño; en el que superponíamos toda la imaginería poética de Occidente y extremo oriental, con énfasis en el grabado. Lo que hacíamos entonces era una suerte de Libro de las maravillas de Boloña, con ese nivel de exaltación casi mística; como experiencia a la que no dudó en aferrarse Gloria Leal, en esa forma práctica del patrocinio que fue Artes y Letras.

Por supuesto, aquello no resistió el embate de la envidia y la mediocridad, embozados en ridículas conspiraciones; y ni ella, temida por su carácter, experiencia y autoridad, pudo evitar el alud que nos arrollaría de vuelta a lo normal. No obstante, leal a su nombre, ella mantuvo su apuesta en todas las formas que pudo, y por todo el tiempo que pudo; por encima incluso de la inexperiencia, por la que yo le demostraba el daño que hacía el periodismo al arte y la literatura.

Fruto de esa fructífera admiración, surgió Cartas para Gloria, un triduo ensayístico en que yo organizaba mis teorías; un tomillo farragoso, por los párrafos enormes y encabalgados con que yo ignoraba terco sus avisos sobre periodismo. Por sobre todas las cosas, lo recibió con la gracia con que los grandes reconocen los homenajes, aún si torpes; señalándome con el dedo las erratas que yo juraba haber purgado para darle en la cabeza, con aquella sonrisa de superioridad.

Sin duda alguna, su estoicismo tenía algo de esa esperanza en que la clase media ignora su decadencia inevitable; pero ese gesto suyo era noble en el patetismo, no de falso trascendentalismo sino natural en su magnificencia. Ella creía en ese modelo de intelectualidad moderna, y era consistente en sus esfuerzos, que no escatimaba; incluso en la displicencia en que aceptaba los premios hipócritas con que la trataban de sobornar, sabiendo más que eso.

En una ocasión, hastiado de la hostilidad ambiente, renuncié a aquellas páginas que generosamente me había abierto; pero ella danzó el minué más estilizado —demostrando en qué consiste el poder—, atrapándome en mi propia arrogancia. Ahora ha muerto, y esta ausencia suya sólo se compara a la de Juan Manuel Salvat y Lesbia Orta de Varona; gente incomprendida en su convencionalidad aparente, cuya escondida excepcionalidad marca a la cultura local.

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