Sunday, April 6, 2025

El leopardo (Reseña)

Por Pablo de Cuba Soria

En la novela de Lampedusa, la aristocracia siciliana muere con una elegancia digna de una decadencia autoconsciente. Su caída es una sinfonía menor, lenta, cargada de una belleza que se sabe terminal. El príncipe de Salina, ese felino fatigado, no resiste la modernidad: la contempla, la tolera desde el desprecio calmo de quien sabe que su tiempo ha pasado. Es una danza con la muerte, hecha con pasos de vals y resignación. Nada de eso sobrevive en la adaptación de Netflix.

La serie The Leopard no captura la decadencia, solo (apenas) la ilustra. Es un montaje de estampas bellas, un desfile de palacios lustrados y trajes que gritan presupuesto. Kim Rossi Stuart, como el Príncipe, camina entre escenas con la gravedad de un actor que ha comprendido las palabras, pero no el contexto originario que las habita. Hay gestos, hay encuadres, hay música de cuerda: falta la muerte invisible que atraviesa cada línea del texto original.

Angelica, interpretada por Deva Cassel (hija de la divina Mónica Bellucci), es solo superficie. Donde debería haber ambigüedad, deseo, una sensualidad impregnada de oportunismo, hay solo una figura hermosa, congelada en sus poses de Only Fans. La serie, temerosa del ritmo lento que exige la verdadera melancolía, acelera, recorta, estetiza. En lugar de presentar un mundo que se desvanece, construye uno que nunca existió.

Las referencias históricas se deslizan como telones de fondo, no como fuerzas vivas. La unificación de Italia, esa tragedia disfrazada de progreso, aparece como contexto decorativo. No hay verdadera tensión entre lo viejo y lo nuevo, solo una exposición de contrastes que no se tocan. Es una serie que se complace en su propia producción.

El problema no es que The Leopard sea una mala serie. Es una buena serie disfrazada de gran arte. La novela era un epitafio escrito con orfebrería. La serie captura el contorno, pero ignora el espíritu de la Letra. Y en su afán de representar la belleza de lo que desaparece, termina por desaparecer lo bello.

Visconti, en cambio, comprendió lo esencial. Su adaptación de 1963 no intentó traducir la novela, sino convocarla. Su cámara se mueve como si danzara con la muerte misma, otorgando a cada encuadre el peso del tiempo que se extingue. Burt Lancaster, improbable Príncipe, logra encarnar la dignidad herida y la fatiga de clase sin necesidad de subrayar nada. La escena del baile final —larga, hipnótica, casi funeraria— es más fiel al espíritu de Lampedusa que cualquier reconstrucción literal. Visconti no estetiza la decadencia: la respira. Y al hacerlo, logra lo que la serie de Netflix ni siquiera intenta: saber que todo cambia solo para que nada realmente lo haga.

Una adaptación digna de Il Gattopardo debería entender que la verdadera tragedia no es la pérdida del poder, sino la conciencia de que la historia continúa sin necesidad de nosotros. Netflix, en cambio, ha hecho lo que hace mejor: reemplazar la memoria por estética, la profundidad por velocidad, el arte por contenido.

Quizá no nos quede más que aceptar esta adaptación con el mismo espíritu con el que el príncipe de Salina observa la llegada del nuevo orden: sin ilusiones, sin esperanza, pero con una suerte de resignación elegante. Porque si todo debe cambiar para que todo siga igual, entonces también estas adaptaciones, vacías y brillantes, son parte de ese eterno retorno. Y tal vez eso también merezca ser contemplado, aunque sea con la melancolía de quien ya no espera nada.

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