La racionalidad de la evolución política de Occidente, no sería un atributo intrínseco o espontáneo a su estructura; sino que respondería a una configuración estructural, derivada de determinaciones económicas subinmediatas; introducidas durante la expansión del mercantilismo fenicio, en su afectación de la estructura natural en el Egeo arcaico. Fenicia no constituye así un origen civilizatorio de Occidente, pero sí proveerá un metacódigo económico-operacional; consistente en la abstracción del valor, la equivalencia métrica, la contabilidad, la alfabetización funcional y las redes marítimas.
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Todo eso operaría como fundamento técnico de larga duración (metacódigo), de naturaleza artificial y no identitaria; estableciendo la base para una racionalización progresiva de la práctica social, en la estructura política resultante. Grecia inserta sobre ese metacódigo un régimen de abstracción formal, superponiendo su propia tradición cultural; en que la ontología, la geometría y la argumentación, articulan una razón especulativa y de hecho sistemática. No se trata de una evolución lineal desde Fenicia, sino de una apropiación diferencial por la misma región egea; que transforma una racionalidad práctica, proveniente de la transacción mercantil, en una formalización conceptual del mundo.

Roma convierte finalmente ese doble origen, en infraestructura institucional singular y sintética, de valor político; con el derecho, la administración, vectores de territorialización, fiscalidad y un aparato político de escala imperial. La triada Fenicia-Grecia-Roma produce así el núcleo estructural de Occidente, capaz de ciclos de acumulación; que por su dinamismo se resuelven como de expansión y agotamiento, generando una periodicidad histórica reconocible; que consiste en desarrollos de más o menos medio hacia la apoteosis política, y otro igual de reflujo o decadencia.

Por contraste, el judaísmo no participa de este metacódigo, sino que su racionalidad es teológico-axial, no económica; su cultura se sostiene en la alianza, la narrativa profética —como el mito en la Grecia arcaica— y la normatividad ritual. No desarrolla imperios, abstracciones económicas ni territorialidad expansiva, como el estructuralismo político romano; su economía es local, agraria y templaria, emergiendo apenas de la función de supervivencia.
Así, la cultura judía no genera ciclos civilizatorios, ni determinaciones subinmediatas como la periodicidad occidental; su historia se organiza en metamorfosis teológicas y no en ritmos estructurales, típicas de las estructuras arcaicas. La confluencia judía y romano-helénica en la formación del cristianismo, no proviene de una simetría o paralelismo estructural; sino que es un evento de singularidad axial, en que el sistema simbólico semítico es absorbido por la superestructura heleno-romana; ya dotada esta del metacódigo fenicio, al que por tanto somete la tradición judía, redundando en esa singularidad.
La tradición judía aporta densidad escatológica y narrativa, pero la civilización resultante es romano-helénica; como base para esa proyección posterior que es la estructura occidental, funcionando y en su dinámica y periodicidad. Así, el judaísmo opera como exponente simbólico incorporado, no como motor causal ni como un ciclo paralelo; y la periodicidad occidental emerge, como determinismo económico absoluto aunque indirecto, como expresión política.
Ahora bien, como política, esta expresión de la cultura es siempre y exclusivamente de la triada básica de Occidente; en el mercantilismo fenicio, el abstraccionismo griego y el institucionalismo romano, que producen esta singularidad occidental. El error, en la comprensión de este determinismo, estaría en asumirlo como directo, por su naturaleza política; como exceso en que cae el idealismo, con su síntesis —epistemológicamente idealista— en el Materialismo Dialéctico; y que es la insuficiencia prevista por Feuerbach en su antropología, aún con esa limitante epistemológica del Idealismo.
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