El mundo extrañamente distorsionado de la
post-postmosernidad desarrolla necesariamente su propia arquitectura; que como
toda otra, sólo expresa políticamente su mentalidad y cultura, como testimonio
de su propio ser. Obviamente, no todo el mundo puede verlo, pero igual
participa de ese escándalo en que se identifica la época; y que funciona,
simplemente porque toda expresión es formal, y las formas son siempre
funcionales, nunca gratuitas; en tanto —claro está— son sólo la expresión en
que se realizan los fenómenos, según sus determinaciones peculiares.

El sentido brutal de está arquitectura es la
hostilidad, llamándose incluso abiertamente como arquitectura hostil; dirigida
al rechazo en vez del acomodamiento de la gente, justo por su grado de
dependencia especial. La evolución en principio habría sido sutil, pero no
tardaría en mostrar la crueldad de este sentido hostil e inhumano; dirigido
contra la mendicidad y la indigencia, no para erradicarla sino para esconderla,
como el polvo bajo la alfombra.
En principio, esto puede ser inhumano, en esa forma de
la hipocresía que es el altruismo con su altura moral; pero eso es un efecto
secundario de la falsa democratización, que obliga a todo el mundo a confluir
en su humanidad. El problema es que todo el mundo tiene prioridades distintas,
y obliga al resto a vivir con esas prioridades suyas; no sólo los poderosos con
sus ejércitos de sirvientes, sino también esos ejércitos de sirvientes en su
aparente desdén.

Por supuesto, el desdén de la indigencia es aparente,
porque todo el mundo quiere y necesita poder para existir; siquiera porque sólo
se pueden hacer las cosas que uno quiere si se las puede hacer, en el más
escandaloso Perogrullo. En lo que sí difieren las personas de una a otra, es en
la prioridad que se concede a ese poder, el precio a pagar por él; que es donde
aparecen los Diógenes, con su soberbia hipócrita contra la humanidad más simple
y sencilla de los Alejandros; que no son necesaria o únicamente de Macedonia,
sino que también pueden ser los sensuales de la sublime Ilión.
A simple vista, la arquitectura hostil puede resultar
cruel e inmoral, pero no obstante existe en su propio sentido; y eso es lo
importante, porque lo real tiene sus propios parámetros, que no se atienen a
nuestra convencionalidad. En este otro sentido, la arquitectura hostil sirve
hasta una justicia poética, que restringe al pobre al nivel que escoge; en vez
de obligar a quién tiene otras prioridades a subvencionarlo, en su supuesta
pero mentirosa sencillez.
Lo mismo pasa con la literatura, que como la
arquitectura pasa el trauma de la época, con su populismo falsos; y en la que
la hostilidad es defensiva más que ofensiva, guardando la distancia con el expansionismo
de la sencillez aparente. Está literatura hostil puede aparecer en el
manierismo exagerado, o el culto finísimo de la más fina literatura; y que en
tanto exagerado excede la medida de lo real como necesario, para obtiene la de
lo real como voluntad y gracia.
En definitiva se trata de lo humano como carácter, en
que lo real se realiza en su misma y propia voluntad para ello; y que por tanto
se doblega a esta naturaleza peculiar, aflorando en esa belleza de cultos
gratuitos, hostiles en esa belleza. De algún modo, el gesto literario reproduce
el patetismo en que se extiende lo católico desde la gloria del Barroco; no en
la sencillez conmemorativa de su origen, sino el gesto sobre abundante de la
salvación que invoca.
Lo que puede llamar a confusión es esa promiscuidad
del falso populismo, desconociendo el sentido de las cosas; pues lo que ofrece
la hostilidad es la experiencia exclusiva de los clubes cerrados, protegiendo a
su consumidor. Eso, por supuesto, es lo que indigna, en esa perennidad de la
envidia, que desconoce los sabores que reclama; ante lo que no puede hacerse
nada, sino insistir en el rechazo, imperturbablemente Alejandrino, más
diogénico que Diógenes.
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