Wednesday, November 19, 2025

El emanacionismo como intuición originaria de la morfodinámica - I

La desconfianza hacia el emanacionismo proviene del racionalismo cartesiano, y consolidada por el positivismo; y con ello ha oscurecido una intuición ontológica, que precede y desborda a la ciencia contemporánea. Se trata de la idea de que la forma no es un resultado pasivo, sino un principio activo, capaz de engendrar nuevas formas; presente en las cosmologías antiguas, desde los himnos védicos hasta el neoplatonismo y sus derivaciones.

La idea entiende a lo real como un proceso, en el que lo que existe surge porque su forma contiene esa potencialidad; y esa intuición, expresada simbólicamente como emanación, no sería una desviación mística ni un residuo precientífico. Esta intuición no contradice el fenómeno de la termodinámica, sino que más bien lo anticipa en su dimensión ontológica; y cuando la física del siglo XIX formaliza la noción de energía, gradiente y organización, sólo le estaría ofreciendo una base rigurosa.

La física no plantearía entonces mundo opuesto al imaginario emanacionista, sino lo mismo de un modo singular; en el que la autoorganización, la emergencia y los procesos de disipación no introducen una novedad metafísica; sino que sólo traducen en lenguaje formal lo que las tradiciones arcaicas percibían como brotar del mundo desde sí mismo.

La diferencia es entonces epistemológica, y aún aquí incluso superficial, de vocabulario y no estructural o hermenéutico; que es por lo que la morfodinámica no acude al imaginario religioso, para explicar la producción de nuevas formas. La morfodinámica se entiende aquí como ley general, por la que la forma, una vez estabilizada, se torna generativa; al operar en su misma inmanencia, produciendo redundancias con su organización, con la que genera nuevos niveles de forma.

Desde esta perspectiva, la cultura no es un ámbito separado de la naturaleza ni un añadido accidental a la misma; sino el producto directo de un proceso físico que, al alcanzar un umbral crítico de madurez, genera una nueva formalidad. Esta formalidad surge como naturaleza desde la forma misma en ese umbral crítico, como su inmanencia; comenzando a operar sobre sí misma, en un efecto de fractalidad, por el que se reproduce en su suficiencia.

Aquí debe evitarse la simplificación, por la que la potencia física se pierde o se debilita al originar la cultura; comprendiendo el proceso como algo más sutil, en la consunción de la energía física se consume por su propia regularidad; es decir, en el mantenimiento y perfeccionamiento del orden termodinámico que define al organismo humano. Como umbral crítico, este sería el punto de máxima madurez formal, en que se abre la cultura como naturaleza; esto, dada su propia densidad ontológica, que no como sublima la materia, sino que reorganiza la forma en su suficiencia.

La emanación no es así un flujo místico desde un principio trascendente, que es la imagen que la describe; sino la primera intuición sobre este fenómeno, en que una forma madura produce algo distinto de sí misma. La tradición neoplatónica habla del Uno que desborda, pero esto no sería sino la intuición preanalítica de ese exceso; que es inherente a todo sistema organizado, como la posibilidad de que la forma genere más forma, como naturaleza.

Spinoza no introduciría un agente metafísico su natura naturans, sino el carácter operativo de la naturaleza; en su capacidad de actuar desde su propia estructura, ya separada en su organización, como suficiencia fenoménica. De ese modo, no hay sustancia fija ni emanación desde un principio absoluto, ni continuidad garantizada por una hipóstasis; sino organización, gradientes, estabilización y tránsito entre regímenes formales, cada uno epifenoménico de su origen.

La sustancia aquí no es fondo entonces, sino el nombre que se da al modo específico en que se organiza la materia; dado ese punto apoteósico del proceso como un estadio, que en ello —como suficiencia formal— lo denomina. La emanación es entonces la descripción de la capacidad activa de la forma, antes de que hubiera recursos para ello; y bajo esa luz, la cultura es la natura naturans de la forma humana, en su capacidad para producir fenómenos humanos; es decir, como instancia en que la organización ha acumulado suficiente densidad para transformarse en operación autónoma.

El lenguaje —el arte, la política y el mito— no es efecto no de la materia, sino de la forma en su estado redundante; es emanación en el sentido arcaico del término, pero transición morfodinámica en un sentido técnico. La intuición emanacionista no es por tanto un anacronismo, sino el reconocimiento de la axialidad profunda de la cultura; y de esta como esa apoteosis formal, alcanzada por lo físico en lo biológico, y de esto a su vez en la conciencia.


 

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