Nadie tiene que explorar el paisaje en que
vive, y que puede permanecer así ignorado en su grandeza; algunos sin embargo
deciden hacerlo, por innata curiosidad, que malamente consiguen justificar; es
a ellos a los que se agradece el conocimiento que traen de vuelta, como un
cuento. El lenguaje es un universo con leyes y determinaciones propias, como un
paisaje que uno habita más que una propiedad; sus convenciones nos anteceden y sobrepasan,
sin que siquiera notemos los cambios que va sufriendo.
Rafael Del Moral es un hombre que se
aventura en ese paisaje, y lo cuenta a quien quiera escucharlo; uno supone que
escucharlo, o leerlo en este caso, tiene esa misma sensación que salvó a
Scherezada. La Historia de las lenguas hispánicas es la descripción de
un paisaje silvestre, que crece y exhibe su grandeza; leerlo, es comprender de
dónde y cómo provienen nuestras determinaciones formales, incluida la
singularidad reflexiva.
El estilo es efectivo y directo,
resolviéndose en un lenguaje popular y poco florido, que no desconoce la
ilustración; tiende a la síntesis, ya que trabajando con un objeto inmediato, trata
de alinear cada sus innúmeras determinaciones. En ese sentido, puede recordar
la Historia Universal de Asimov, con un humor ligero y culto —no cínico—
que se encarga de los énfasis; y sobre todo en esa eficacia, que acerca un
objeto tan abstruso a la más simple de las inteligencias, con sólo que le
interese.
Entre sus virtudes, la posibilidad de
corregir excesos teóricos, como el de la inclusión de vocales en el alfabeto
griego; que no se debe a la falta de un poder religioso en el complejo minoico
micénico, sino a que el fenicio original tenía pocas vocales y eran
memorizables. La intuición así no pierde efectividad, pero queda ajustada con
el dato oportuno de apenas una sutileza, no perdida entre farragosos párrafos; sino
que reluce como debe relucir, en el coloquio fácil que establece un maestro con
discípulos dispuestos e interesados.
Desde el prólogo, la Historia de las
lenguas hispánicas nos está hablando de una experiencia trascendente; lo
inmanente es la forma concreta en que se determina, lo trascendente es la lenta
formación que deja. El caso del español es especialmente —como todo otro— complejo,
por las mil determinaciones a las que responde; que en su caso particular se
mantienen igual de álgidas, como compulsiva racionalización de problemas
políticos.
No sólo hay historia en esta Historia…,
también hay historia de la historia, y así sucesivamente hasta la noche; particularmente
fascinante, la argumentación de las conclusiones, y la descripción del contexto
en que ocurren los desarrollos. Un rasgo interesante de esta historia es su
distanciamiento, que no la hace menos apasionada sino más objetiva; así, no lamenta
la pérdida gradual de ciertas lenguas ni trata de apuntalarlas artificialmente,
sino que comprende la utilidad de su mismo desvanecimiento.
Eso se debe a que Del Moral no es un
ingenuo materialista, aunque no desconozca la importancia de lo económico;
parte de una intuición propia sobre la necesidad y no el poder como impulso
para el desarrollo. De ese modo, contra toda dialéctica, Del Moral hace espacio
para las determinaciones que pululan sobre lo humano; y que sobrepasando la
inmediatez de lo económico, consiguen consolidarse en una referencia
identitaria.
Un patakí africano, que son cuentos en que
les habla su oráculo, narra cómo el sabio desposó a la diosa del amor; porque
en una guerra final de todos los hombres contra todos, fue el fulgor de su
belleza lo que la contuvo. La historia termina conque, una vez pausada la
guerra, la diosa se tomó el tiempo para satisfacer las necesidades de los
guerreros; no para juzgar quién estaba bien y quien estaba mal, sino para
satisfacerlos en que aquella urgencia que los había llevado a la guerra.
Esta Historia de las lenguas hispánicas
es como ese fulgor de la diosa, que es la historia atravesándonos; si consigue
detenernos, nos explicará la duda que nos conmueve, ponderando nuestras
posibilidades existenciales. Quién está errado y quién tiene razón es tan
relativo como banal, porque lo que pesa sobre todos es la muerte; gracias a
Dios hay exploradores que descubrieron el complejo paisaje que nos determina,
sólo hay que escucharlos —o leerlo, en este caso—.