Wednesday, November 5, 2025

China otra vez, ideología y destino en la estructura cultural de la política 

Hay una constante en la historia imperial china, que establece en el duque  Zhaoxian  su destino como manifiesto; atribuyendo a este un plan que cumpliría más tarde el gran Qin Shi Huang, con la unificación de la Tianxia. El problema es que la Tianxia —todo bajo el cielo— desborda como realidad toda proyección del ducado de Qin; que apenas estaba en condiciones de completar las reformas de Shang Yan, lo que ya era extraordinario.  

Quin no era ni siquiera el estado más políticamente avanzado del período, recién proclamado como reino; en un conjunto en el que no era tampoco el primero, haciendo de todo esto un esfuerzo ideológico posterior. De cierto, suele verse el ducado de Zhaoxian como la consolidación del estado antes de la unificación imperial; pero eso es un problema proveniente de la historiografía Han, que se justifica a sí misma en la historia anterior.  

Lo que sí es innegable es la importancia axial del legalismo de Shang Yan, permitiendo la pretensión de universalidad; en una centralización administrativa del estado, que tiende a abolir el feudalismo, en base al mérito militar. Todo eso, sin embargo, se dirigía a la organización misma del estado, no a proyectarlo sobre la realidad; y tras la muerte de Shang Yan, sin lograr imponer sus reformas, pasa un siglo hasta que Zhaoxian lo consiga.  

No hay dudas de que Zhaoxian actúa con pretensiones de hegemonía, venciendo a los estados vecinos; pero se trata aún de la preservación y consolidación del estado, no de su identificación con la realidad. No se trata aún entonces de una unificación del mundo, que sólo puede aparecer a la altura del príncipe Cheng; de donde su atribución a la historiografía Han, como justificación, ni siquiera a la Qin propiamente dicho.  

Es Han lo que depende de una construcción ideológica, que se revierte como hermenéutica de todo lo real; aún si eso —todo lo real— ha debido establecerse antes, que es lo que había conseguido Qin, en su postulación de la Tianxia. De eso trata del destino histórico, manifiesto en la expresión política, como ideología en su función hermenéutica; observable en el Shiji de Sima Qian —con su textura entre la Biblia y las Mil y una noches— como exaltación profética.  

Es el Shiji el que postula esta teleología, que relata la expansión de Qin en una inevitabilidad histórica; en la que se cumplen los planes misteriosos del Cielo, manifiesto en las profecías cumplidas de sus predecesores. Sin embargo, en los registros más tempranos no hay rastro de una política de unificación universal antes de Zheng; lo que sí hay es una obsesión por la uniformidad interna, que luego serviría para su estandarización imperial.  
El plan de Zhaoxian no habría sido entonces la unificación del mundo, sino la absolutización interna de Qin; con la conversión de su propio orden en modelo universal, susceptible de expansión en su racionalidad. Esto, más que ideología imperial, sería su potencia estructural al límite, que luego realizará Qin Shi Huang; pero con la diferencia funcional entre uno y otro estadio, como comienzo y apoteosis del desarrollo ideológico.  

Esto tiene sentido, pues el destino manifiesto aparece siempre en la cúspide apoteósica del fenómeno; no aparece nunca en su base, que trata sólo de organizarse, en una supervivencia asegurara por la hegemonía. Esta hegemonía sí habría sido la pretensión de Zhaoxian, iniciando el desarrollo que culmina Zheng como ideología; porque es un precipitado que se cristaliza, como el desiderátum que es esa potencia en toda su plenitud.  

La hegemonía es en su ascenso funcional y adaptativa, deviniendo teleológica y justificativa en su culminación; maximizando primero su potencia interna —vigilancia, disciplina, militarización—, con su auto afirmación. En este estadio, la universalidad carece de sentido cosmológico, sólo entorpece la función política en su vastedad; pero cuando ese orden logra imponerse —con la victoria de Zheng— la supervivencia deviene en símbolo de totalidad.  

Ahí aparece la idea del Tianxia, el Mandato del Cielo e inevitabilidad del Imperio como apoteosis de lo real; porque ya aquí la estructura se formaliza como discurso, y lo que era necesidad se relee como destino. Eso vale no sólo para China, sino también para Roma o para los Estados Unidos, con el dominio de su área de influencia; porque la ideología del destino es precisamente el discurso que da coherencia a la tensión entre poder y necesidad.  

 

Estados Unidos, o la historia interminable

La visión política de la historia impide la comprensión de sus recurrencias antropológicas, por su determinismo; por eso las erupciones sociales pueden resultar sorpresivas e incomprensible, por su aparente arbitrariedad. Pero la realidad no es arbitraria nunca, ni siquiera al resolverse como humana, en la cultura, explicando su determinismo; que en tanto propio se sobrepone al de la política, con ese carácter compulsivo por el que resultan incomprensible.

En el caso de Estados Unidos, la suficiencia económica de su capitalismo descansa en la seguridad de su destino; que resulta manifiesto en lo político, como ideología, aún sí resuelto en el pragmatismo también aparente de su economía. Pero el diseño económico del capitalismo es una ideología de hecho, incluso sí formada paulatinamente; ya que aparece en algún momento del desarrollo mismo del sistema y no en su fundación en el capitalismo primitivo.

Aquí es donde entra la recurrencia antropológica de la política, resolviendo la estructura misma de la sociedad; que como fenómeno propio de la cultura en tanto real, se expresa y resuelve pero no se determina políticamente. En este sentido, toda estructura cultural —y la política es la primera— se resuelve fenoménicamente en un milenio; con un período de medio milenio hacía su apoteosis, y otro hacía su decadencia total, divididos a su vez en cuartos; ya que lo que se resuelve aquí son las fluctuaciones internas de esos procesos, como propios de la cultura.

Esto será así axiomático, al menos para Occidente, da la capacidad de su infraestructura para la función política; comenzando en el período arcaico, sobre el siglo XVI (a.d.e.), con la edad de bronce y la cultura de los palacios del Egeo. De ahí se extenderá en períodos de cinco siglos, hasta la era clásica en el siglo VI (a.d.e.), con el establecimiento político; confluyendo con el proceso paralelo del cristianismo en Roma, desde alrededor del siglo primero al quinto.

Eso marca la transición al alto medioevo, con la apoteosis del cristianismo desde su fundación en el primer siglo; hasta la Modernidad en el siglo XVI (a.d.e.), exactamente un milenio después, con la confluencia de varios sucesos históricos. A su vez, la Modernidad alcanzará una apoteosis en su primer cuarto, en el siglo XVII, con los procesos revolucionarios; que durará hasta el siglo XX, con la sustitución de su eje hegemónico, de Europa a los Estados Unidos.

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Esto es lo que explica la fatiga moderna a lo largo del siglo XX, con el comienzo de la decadencia política norteamericana; que canalizan la de Occidente, como estructura en cuyo desarrollo se resuelve la realidad como humana, en la cultura. Esta sería la recurrencia que explique la tumultuosa actualidad política norteamericana, como síntesis de la occidental; haciendo confluir en su apoteosis las contradicciones de su estructura, con la emergencia de un nuevo estado político.

Obviamente, ese nuevo estadio no es el Socialismo, ya que este es parte de las contradicciones del capitalismo; pero el Socialismo sí sería el último estadio interno del capitalismo, en el estancamiento de su infraestructura política. Sí se observa bien, la situación norteamericana es la misma de la crisis de la república en Roma, resuelta en el imperio; pero este no como solución sino en la estabilización de las contradicciones, en la emergencia del cristianismo.

La realidad no es benévola en su estructuralidad, sino indiferente al sufrimiento o gozo que produce en su desarrollo; con esa recurrencia de su naturaleza antropológica, que postulada religiosamente fue de suyo teológica y cosmogónica. Sólo una perspectiva realista de ese trascendentalismo puede explicar esas recurrencias, por su alcance ontológico; que es la razón del Realismo Trascendental, brindando los instrumentos epistémicos para su solución hermenéutica.

En ese sentido, es obviamente pronto para predecir el resultado de la elección de Donald Trump o la de Madani; pero no lo es para observar el tipo de contradicción que las provoca, actualizando la misma de la Guerra Civil. Igual, está estaría relacionada con la crisis de la Unión Europea, que actualiza la estabilidad alcanzada en Westfalia; ambas en tanto estancamiento del desarrollo como político, no importa la apoteosis que provocara como economía; ya que como política, la economía es también sólo expresión en que se realiza la cultura, no su determinación.


Wednesday, October 22, 2025

Catarsis

Ay algo fabuloso en las series televisivas chinas, que repiten sus caracteres saltando inalterable de dinastía en dinastía; todos con esos gestos falsos y en cliché, que recuerdan sus teatros de máscaras, no importa su modernidad. El arte de la actuación en China, parece haber avanzado con reluctancia al realismo dramático del occidental; como si supieran —ya casados en su arcaísmo— que de trata de una Vuelta de rueda, para morir en el extrañamiento.

Ese descubrimiento inusitado del teatro postmoderno, es sin dudas lo que explica la eficacia del histrionismo clásico; que no es privative de China sino recurrente en su función cultural, pero asesinado en el Oeste por Aristóteles. Por supuesto, Aristóteles era un filósofo y no un artista, así que no perdería su tiempo en la eficacia de la forma; él se dirige al sentido, reclamándole una función intelectual que rebasar y aplasta a la de la forma, que no reconoce.

No por gusto la estética moderna recula, con la misma reluctancia del teatro chino, al Realismo trascendental; que es platónico y no aristotélico, porque el de Aristóteles es inmanencial, esquivando la tensión binaria. De hecho, pareciera que el Idealismo surge en Platón, pero por la forma en que lo interpreta Aristóteles; no postulado por sí mismo, sino adjudicado en la crítica del otro, en intuiciones ciertas, pero también excesivas.

A pesar de todo, el arte ha rito siempre en Occidente el corsé de la lógica, para explayarse en figuraciones gloriosa; como aquella de la Ópera, aspirando a la performance naturalista pero no realistas de los clásicos, con sus máscaras. El problema está en esa función reflexiva y no discursive del arte, que es lo que ignora el maestro estagirio; porque el discurso no es formal nunca, aunque acuda a la forma, sino esencialista en la racionalidad de su funcionalismo.

No es asombroso que sea Aristóteles y no Platón el que escriba tratados de estética, porque él no hace estética; es Platón el que ejecuta los actos, en esa reflexión continua sobre la forma, no sobre la improbable substancia. Aclárese, la substancia es más que improbable imposible, pero tiene sentido como representación… formal; porque alude al entramado de relaciones que estructura al fenómeno, imposible de apreciar en su minuciosidad.

Como con esa fábula de las series chinas, la racionalidad de Occidente no puede comprender esa función reflexiva; y ya antes de Descartes, el determinismo político prohibió la eficiencia poética de los evangelios apócrifos. Especialmente denostado es el Evangelio de Nicodemo, basado en el mismo principio de la inerrancia bíblica; como si esa inerrancia fuera histórica y no de sentido, en la inefabilidad del escritor al que se le atribuye el libro.

Esa es la cuestión del arte en general, salvado en esa frivolidad astuta de una industria dedicada al entretenimiento; que sólo es entretenimiento a los ojos modernos, porque nunca fue tan productivo el ocio como antes de la Modernidad. No se trata de un conservadurismo vicioso en lo ideológico, sino racional en tanto existencial y no político; que es la paradoja profunda al magisterio postmoderno, más aún que la otra falsa de Zenón y Aquiles y la tortuga.

La actuación china es como los carros voladores del Mahabarata, que todos sospechamos significan otra cosa; o como Homero —improbable como Cristo rescatando a Adam— amonestando al pueblo en la belleza del verso. Esa es la diferencia, no es que el discurso sea bello sino que es la belleza la que habla, en esa suficiencia que la adensa; no por la racionalidad de un discurso, sino por la de una experiencia empática, en la misma catarsis del de Estagira.

No es entonces que la catarsis no tenga sentido, sino que no se la comprende en la función de su hiper racionalidad; como esa sublimación que nos hace partículas entrelazadas, en un universo abierto al sentido que le demos. Resulta así que el arte, como muestra el histrionismo de las series chinas, es nuestra apropiación del mundo; el cumplimiento del mandato de Dios, en una naturaleza superponiendo su tejido sutil sobre lo real, en un simple gesto.


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