Thursday, April 18, 2024

De la serie Georgina Herrera III

No es festinado pensar en Georgina Herrera como la probable pionera de la poesía femenina negra en Cuba; aunque nunca se tenga la certeza, ya que el proceso sería interrumpido por el triunfo de la revolución. Lo cierto es que en 1952 —siete años antes del triunfo de la revolución— había publicado un primer poema en el periódico Excelsior; lo que quiere decir que ella había comenzado el tránsito, por el que los estamentos marginales logran integrar la estructura social.

Ese tránsito es difícil, porque consiste en la superación de las condicionantes de esa integración, incluido el prejuicio racial.; lo que es apenas un proceso natural, en una estructura organizada en su estratificación, más allá de la justicia; que es una convención, propia de la aristocracia desplazada en que nace el liberalismo, como una especialidad política. Antes de la Modernidad, el espectro político no era marcado por la contradicción ideológica, que es abstracta; sino por las necesidades concretas y primarias planteadas por la existencia misma, no la convención política; que es moral, y por eso responde a reducciones funcionales de lo real, no a la realidad misma.

De ahí que toda revolución política sea sólo un trauma antropológico, como el desastre que desmonta la cultura; con el dislocamiento de la sociedad en su determinación política, de la primera a la última de las revoluciones. Ese es el impase en que culmina la era moderna, y explica el estancamiento condicionando ese desarrollo potencial; no dado por las determinaciones políticas del momento, sino profundamente existencial, y más eficiente en ello.

De hecho, una de las críticas a su primer poemario, sería el de su desconocimiento de la circunstancia política; como remarcando esa opción, que mantiene su poesía en el función reflexiva en que se puede comprender efectivamente lo real. De hecho, el triunfo revolucionario la expondría al desdén de sus funcionarios de cultura, curiosamente de mayoría blanca; y su primer poemario terminaría siendo acogido por el grupo editorial El Puente, engullido políticamente por esa misma altivez.

Con la consistencia de esa misma arrogancia, esos mismos elitistas entonces criticarían el libro con mordacidad; descreyendo de ese existencialismo, con el furor vanguardista de esa experiencia política del momento. No importa el peso intelectual de todos ellos, es esa delicadeza existencial de Georgina lo que perdura; por encima incluso de su mutilación final, también política aunque ahora racial, y también por funcionarios de cultura; cuando recluyéndola a la condición de escritora negra, la mantengan atada al discurso con el que la habían desdeñado.

Con esa arrogancia es lógico que se pasara por alto la lenta transición de esta poesía, en su sentido trascendental; desde el pesimismo juvenil de su primer poema publicado, a la temprana madurez de sus expectativas. En eso sin dudas influye el trauma político de la revolución, como espacio que se abre para su suficiencia; que no es colectivista ni política, pero dirige su existencialismo en las posibilidades del individuo en su relación con lo real.

En eso consiste después de todo la maternidad, como el objeto con que alcanza esa trascendencia, en su ser inmanente; es decir, como su propia realización, que siendo personal involucra a todo el universo, ajustándolo en torno suyo. Eso es lo que explica que aún con ese peso enorme, esta maternidad es una proyección complementaria y no absoluta; que no la desplaza sino la completa como amante, en una entrega total a relaciones complicadas en su romanticismo.

Sólo el interés de manipulación política puede pretender un exceso, como ese de ignorar su dimensión de amante; en la que —junto a la maternidad— se realiza como mujer, pero sin permitir en esa dimensión ese desplazamiento grosero por lo político. Este es el extraño engranaje que explica la femineidad no feminista de Georgina Herrera, que tampoco es convencional; porque ni es una niña enamorada sino una mujer madura en ello, ni es una madre sacrificada sino en plenitud.

Wednesday, April 17, 2024

De la serie Georgina Herrera II

Sobre la cuestión racial en Cuba, hay que recordar que no se la conoce directamente, sino a través de su gobierno; cuya proyección es necesariamente interesada, por su naturaleza ideológica desde su misma práctica política. Esto funciona así incluso internamente, con una población meticulosamente educada en función de un mito fundacional; que interpreta la historia —y organiza ese mito— como su propia justificación trascendente, desde la hermenéutica defectuosa del materialismo dialéctico[1].

El problema con esto es la reducción de los fenómenos en términos absolutos, como nada lo es en la realidad; lo que es grave, tratándose de conceptos porosos como el de racismo, en toda su variación de Cuba a Estados Unidos. En este sentido, la afirmación de Cuba como el país más racista del área antes de 1959, es tendenciosa[2]; obviando la excepcionalidad etnográfica estos países —en un Caribe genérico—, incluyendo el racismo mestizo en Haití y Jamaica.

Desde ahí, hay suficientes incongruencias en esa proyección gubernamental, como para dudar de estos parámetros; como la configuración racial de su clase dirigente, o la vigilancia de las las élites intelectuales extranjeras y la propia. Esto es especialmente importante respecto al problema racial, porque lo constriñe a esta proyección gubernamental; que siendo racialmente definida por esa abrumadora mayoría blanca de su dirigencia, repercute en esta inconsistencia suya.

Lo llamativo en este caso sería la voluntad que esas élites extranjeras, al asumir esa proyección como creíble; toda vez que nunca sobrepasa los límites marcados por el gobierno en su política cultural, como vigilancia de hecho policial. Esto puede ser comprensible en el caso afro norteamericano, por el beneficio del apoyo político de ese gobierno; que sin embargo, no excede el refugio territorial a sus combatientes extremos de la lucha por los derechos civiles; pero fuera de lo cual se reduce a una retórica sin frutos, propia de su mismo enfrentamiento con el gobierno norteamericano.

Esa solidaridad sin embargo, sí excede ese intercambio interesado y comprensible de los afro norteamericanos; y permea la política del Caribe negro, sin que siquiera pueda explicarse en un intercambio de ese tipo, más allá de la misma retórica. Así, la comprensión del problema racial cubano debe construirse desde la base, porque su tradición fue interrumpida; lo que de hecho le permitirá una mayor objetividad, a proyectarse incluso transnacionalmente, en una madurez del fenómeno; reconociendo el problema como cultural antes que político, en su proyección popular —no del décimo talentoso—.

Después de todo, lo que habría distorsionado esta comprensión del problema es este elitismo intelectual suyo; incluso como justificación de clase en ese elitismo, que es siempre de una clase media superior —como falsa burguesía[3]— y nunca popular. Esto por supuesto es una contradicción, como las muchas que pueblan todo desarrollo histórico, en su puntualidad; como un círculo vicioso, por su trascendentalismo histórico, que sólo se rompe en una circunstancia excepcional.

Este es el caso del arte —sobre todo la poesía— por la inconvencionalidad existencial de su reflexión de lo real; que le permite esa circunvalación de toda convencionalidad política o ideológica, en su existencialismo. Por supuesto también, eso sólo en tanto el arte no pierde su carácter popular, y rehúya esa convención especial de la ideología; que como falsa experiencia existencial, impone desde lo hermenéutico esa convencionalidad de lo político. Este es el valor del trascendentalismo en Georgina Herrera, reteniendo lo existencial en su subrepticia marginalidad; como el referente inmediato de su inmanencia, que así no hay que buscarla en la consistencia aparente de lo ideológico.

Esto permite a Georgina escándalos como la identidad con héroes dudosos como Nzinga Mbande, impensables en la ortodoxia teológica; o su compleja concepción de la maternidad, que incluye el desdén a la mujer estéril y la violencia de su propio poder. Corrigiendo entonces los excesos del materialismo histórico, la trascendencia es una condición de lo inmanente; con toda trascendencia como una experiencia existencial antes que política, como en este caso de Georgina Herrera.



[1] . Cf: Introducción a la trialéctica de lo real y la cuestión tricotómica, en Elenigma Morúa Delgado.

[2] . Se trata de una reducción clásica, contraponiendo al negro como popular a la burguesía blanca; partiendo del mimetismo de la alta y mediana burguesía, respecto al segregacionismo norteamericano; pero obviando los espacios marginales, en que negros y blancos trasegaban comportamientos, al punto del mestizaje general de la población. // Cf: Manuel Granados, Apuntes para unahistoria del negro en Cuba.

[3] . Se trata de la clase media superior como falsa burguesía, que es falsa en tanto no se establece como clase por su poder de producción sino de consumo. En este sentido, es especialmente chocante el desdén con que critican los trabajos manuales y de servicios a que se ve obligado el proletariado; cuando como identificación de clase —y desde la llamada moral socialista—, estos deberían ser los privilegiados, mostrando su inconsistencia.

Íngrid Gonzalez sobre Georgina Herrera

A Georgina la conocí joven, dentro de un grupo muy activo y dinámico de la UNEAC; iba junto a un pintor[1], que la amaba con toda su admiración. Ella siempre fue una gran poetisa, tenía ya sus dos hijos de Manolo Granados, que también fue mi amigo. Cuando necesité de ella, me brindó toda su ayuda; pero eso sí, siempre peleando. Luego pasamos por el momento horrible de tener que afrontar la pesadilla, cuando su hija hembra falleció; y su rostro, cuando volví a verla, se volvió distinto; aunque por dentro su propia poesía se apropió de ella para siempre. Su hijo tuvo que marcharse lejos, su pintor desapareció, y la soledad junto con la poesía le hicieron un trono por encima de nuestro llanto, para que Dios y la virgen de Regla se la pudieran llevar.

La última vez que vi a Georgina, fue en una parada de guagua; al lado de ella me senté, y me di cuenta que las dos estábamos agotadas. Algo hablamos de que no vivíamos tan lejos, de visitarnos, y de yo mostrarle mis perdidos poemas; ella se montó en una guagua y yo seguí sin rumbo, hacia cualquier parte, como siempre. Ella siempre supo hacia donde ir y todo lo que aún le quedaba por hacer.



[1] . Se trata del escultor José Antonio Díaz Peláez.

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