Panegírico por Lorenzo García Vega
No importa lo que se huya, el panegírico te alcanza y tienes que someterte a escribirlo; siquiera como reconocimiento de esa prepotente a quien en Las mil y una noches se referían siempre como la separadora de amigos y deshacedora de planes. Lo cierto es que desde la de Elena Tamargo no tenía noticia de una muerte relevante, aparte de la de algún más o menos conocido que guardar en la intimidad; pero la muerte de Lorenzo García Vega es otra cosa, porque es la desaparición de un ícono, y quizás la confirmación repetida de la de una época. Vega fue el benjamín de Orígenes, el primer beneficiario reconocible del tan traído y llevado Curso Délfico de Lezama Lima; cuyo acercamiento a Vega no careció de esa amorosa e imprudente rudeza propia de los grandes intelectuales cubanos, que dejaría un dejo de rencorosa admiración en que quien pronto tendría estatura propia.
Vega fue amigo de sus amigos y enemigo de sus enemigos, así como altanero en los que no le interesaban; muy intenso y auténtico en todo, incluso en su mejor virtud, una sensibilidad para el arte surrealista que le daría el nombre —no otros dividendos— que siempre buscó su vanidad con bastante poco tacto. Pero hay que reconocerlo, fue uno de los grandes surrealistas latinoamericanos, hasta el punto del clasicismo puro; porque si bien es verdad que el Surrealismo fue una vanguardia, ya en la plena madurez literaria de García Vega era un canon, y al que él se atuvo muy bien. No hay que culparlo por eso, en su época los desarrollos y la evolución eran más lentos; y Vega, la verdad, nunca llegó al I-Pad ni el e-Book fuera de sus bien ganados admiradores, su mundo era el del libro impreso.
Estéticamente, por tanto, Vega fue uno de los últimos y persistentes cultores de la locura como objeto reflexivo; pero al punto de encarnarla y alimentarla en una visión depresiva, que buscaba las cotas del cinismo en una espiral de estoico hedonismo, lo que no es contradictorio aunque sí paradojal. Vega fue su propio personaje, y en ello se padeció y sufrió a sí mismo, obligando al entorno a esa rara experiencia; que curiosamente no se le dio con quienes lo admiran, que con sentido común le reían la gracia epatante, haciendo que esta sólo tuviera efecto en quienes no eran sus adoradores.
En lo personal, a él debo uno de esos raros lujos que dicen que la vida propia es especial; fue su burla solapada, con el epíteto de El Abate por el exhibicionismo estético de la experiencia religiosa en conventos católicos, una espiritualidad que seguro detestaba siquiera por su propia fidelidad estética. El Abate no es ni con mucho tan atractivo y sugerente como El Manierista, debido a la mordacidad del Heriberto Hernández Medina con quien seguro se encuentra ahora; pero hay que mantener las distancias, que Heriberto no es García Vega ni en el recuerdo ni en las dimensiones, y ese dardo de Vega reluce en esta noche como el oro fino.
Ignacio T. Granados Herrera
Vega fue amigo de sus amigos y enemigo de sus enemigos, así como altanero en los que no le interesaban; muy intenso y auténtico en todo, incluso en su mejor virtud, una sensibilidad para el arte surrealista que le daría el nombre —no otros dividendos— que siempre buscó su vanidad con bastante poco tacto. Pero hay que reconocerlo, fue uno de los grandes surrealistas latinoamericanos, hasta el punto del clasicismo puro; porque si bien es verdad que el Surrealismo fue una vanguardia, ya en la plena madurez literaria de García Vega era un canon, y al que él se atuvo muy bien. No hay que culparlo por eso, en su época los desarrollos y la evolución eran más lentos; y Vega, la verdad, nunca llegó al I-Pad ni el e-Book fuera de sus bien ganados admiradores, su mundo era el del libro impreso.
Estéticamente, por tanto, Vega fue uno de los últimos y persistentes cultores de la locura como objeto reflexivo; pero al punto de encarnarla y alimentarla en una visión depresiva, que buscaba las cotas del cinismo en una espiral de estoico hedonismo, lo que no es contradictorio aunque sí paradojal. Vega fue su propio personaje, y en ello se padeció y sufrió a sí mismo, obligando al entorno a esa rara experiencia; que curiosamente no se le dio con quienes lo admiran, que con sentido común le reían la gracia epatante, haciendo que esta sólo tuviera efecto en quienes no eran sus adoradores.
En lo personal, a él debo uno de esos raros lujos que dicen que la vida propia es especial; fue su burla solapada, con el epíteto de El Abate por el exhibicionismo estético de la experiencia religiosa en conventos católicos, una espiritualidad que seguro detestaba siquiera por su propia fidelidad estética. El Abate no es ni con mucho tan atractivo y sugerente como El Manierista, debido a la mordacidad del Heriberto Hernández Medina con quien seguro se encuentra ahora; pero hay que mantener las distancias, que Heriberto no es García Vega ni en el recuerdo ni en las dimensiones, y ese dardo de Vega reluce en esta noche como el oro fino.
Ignacio T. Granados Herrera
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