La falsedad del genio!
Por Ignacio T. Granados Herrera
A mediados del siglo pasado el
Catolicismo sufrió uno de los ataques de fanatismo teológico más mortíferos, en
el que se trató de desmitificar a la teología; sin tener en cuenta con la
soberbia racionalista que con ello se dañaba uno de los momentos más complejos
del proceso de conocimiento, en el que se fija la idoneidad de la
representación [cognitiva]. Por suerte, aquello no pasó de otra excesiva
fantasía intelectual, que no afectó las bases parroquiales de esa confesión;
pues en definitiva la cultura se alimenta de esta base popular, aunque después
se vicie en el elitismo de sus especializaciones naturales. Recientemente llegó
a las redes sociales otro acto de prepotencia racionalista, esta vez dentro del
arte y su entorno teórico; sumando la burla a la ofensa con esa altivez de
jóvenes universitarios que han de suplir su falta de imaginación con el
atrevimiento aparente de sus intereses intelectualistas.
Se trató de una performance
[otra], con la que un joven —¿cuándo no?— demostraba la falencia de nuestras
contradicciones referenciales; primero, como si la falibilidad fuera un vicio
antes que la virtud que nos sume al vértigo con su dramatismo, que no es
teatral sino existencial; y segundo, con esa inconciencia con que se empujaría
al cojo para mostrar la precariedad de su equilibrio, sin atender a la
escandalosa inconsecuencia de las pretensiones mismas. En esta, un joven
artista creó un mosaico antiguo con la composición de Les demoiselles de
Avignon de Pablo Picasso; la
exposición del artefacto sin la aclaración de su contemporaneidad sería el
experimento que probó la fragilidad de nuestras percepciones históricas, dada
su innata subjetividad. El error es que aceptamos sin cuestionarnos que el
dicho mosaico era antiguo, como si eso fuera tan importante como para
preocuparnos tanto; como si la genialidad de Picasso hubiera residido en el
tema y no en la deconstrucción sistemática que dio paso al cubismo como una de las propuestas
formales más impactantes de la Modernidad tardía.
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Los jóvenes deberían comprender
no sólo que algún día dejarán de serlo, sino también que persistir en ese culto
de lo imberbe es optar también por la inexperiencia y la torpeza. Por suerte,
tampoco esta vez pasará el despropósito de los marcos híper especializados del
esnobismo teórico que a bien tiene el malgasto de recursos; sin afectar a esa
cultura popular que es la que alimenta a los procesos reales, y no esas
ficciones de graduados sin objeto. La soberbia es el defecto de las juventudes
triunfantes, que claman por su próximo fracaso con su falta de buen gusto y
respeto; cuando habiendo demostrado al mundo la inutilidad de sus agudas
inteligencias tengan que enfrentar la indiferencia del público del que se
burlaron recostados en esa juventud. La Modernidad fue de suyo arrogante y
excesiva, pero al menos dejó desde temprano un legado positivo con esos
excesos; estos otros excesos demuestran con su negativismo que la
postmodernidad es su decadencia y no otro período suficiente y capaz, aún está
por verse este legado suyo.
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