La crónica social
Recientemente ocurrió el
debut de los últimos bailarines —no son los únicos— cubanos exiliados en Miami,
en una gala de ballet clásico; y de veras, lo único que cabe desear es que eso
no se convierta en el viaje a ninguna parte de unas carreras frustradas por el
egocentrismo y el divismo ajeno, que sería lo normal. Difícil, desde que más
que una propuesta estética lo que envuelve a las instituciones del exilio
cubano es la retórica reivindicacionista de una cultura que nace en el éxodo del
Mariel; donde lo que se hace es replicar a la Habana, trabando los desarrollos
personales por esa incapacidad tan sospechosa y recurrente de vivir para sí
mismos y agotar al mundo en ello.
En verdad, la del Mariel parece una
generación perdida que duda de sus propios éxitos no importa cuán alto los
proclame; al menos no parece creerlos suficientes, y no pueden serlo, si en vez
de exhibir un valor propio lo que hacen es inscribirse en el enfrentamiento
ideológico con el país que supuestamente dejaron atrás pero tratan de
reproducir enfermizamente. El ardid es el ya tan trajinado de la retórica
nacionalista y belicosa, que vela incluso por la integración política y la
pureza ideológica de los individuos; a los que como en Cuba condiciona el
desarrollo, enmascarando el onanismo de una generación que ha sido incapaz de
establecerse fuera del discurso político o sin recurrir al mismo. Por supuesto
que la gloriosa excepción existe, y no está tan claro si confirma la regla pero
sí que se reduce al esplendor de individualidades absolutas a las que se mira
con suspicacia por su suficiencia; y que en todo caso no se han prestado al
jueguito ese de sujetarse a la mezquindad política de un liderazgo
artísticamente mediocre, que como la lechuza del cuento de Onelio Jorge Cardoso
sólo grita: Vicaria! Vicaria!.
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