El Nobel de Svetlana
Por
Ignacio T. Granados
El problema con Svetlana no es
obviamente Svetlana, que hasta la bendición del Nobel era perfectamente
desconocida excepto para entendidos; el problema es el Nobel, y no el suyo sino
el Nobel en sí, como una institucionalidad que nos restriega su irrelevancia y
su elitismo absurdo en un mundo con demasiadas urgencias para eso. Antes —como siempre—
al menos el premio era consecuente con esta convencionalidad suya, y por ello
era también más coherente; hasta en la soberbia con que estableció esa
tradición respetable de no entregarle el premio a Jorge Luis Borges, mal
remedada hoy cuando esquiva a Murakami. Aún si el problema no es Svetlana sino
el Nobel, se debe a que este expone en ella sus defectos; porque es esa
recurrencia del falso humanismo de las huestes intelectuales la que habría
acogotado a la cultura, y esta beatificación de Svetlana sería la prueba de
ello.
No será casual sino sintomático
que Svetlana sea una periodista devenida en novelista, con esa alma trágica de
las militancias; que hasta se ladea la gorra antaño obrera, como para enfatizar
el manierismo kitsch de su postura hípster, que no distingue entre la
performance artística y la tragedia verdadera. Al menos antes —como siempre—
los beatos del Nobel eran una suerte de humanistas integrales, sólo
eventualmente recalados en el periodismo, por cuestiones de hambre y no de
vocación; pero como siempre los tiempos han cambiado, que es por lo que esta
beatificación de Svetlana es un índice de lo mal que anda el mundo, cuando su
arte decae a la banalidad del Nobel tan consistentemente. Si será grave el
problema que Svetlana se postula a sí misma como mártir de la intelligentsia
postsoviética, dejando claro que ya ni pudor queda; con esa venialidad con que
el periodismo ha devenido en el recurso más socorrido del ego para hacer sus
catarsis en discursos apoteósicos y trascendentes.
Como de periodista al fin, las
novelas de Svetlana tratan de la tragedia de Chernóbil, el desastre de
Afganistán y —¿cómo no?— la gran guerra patria; como siempre también, se usan
términos grandilocuentes y se habla de su Obra en vez de sus novelas, y se
menciona la estética de la tragedia coral griega; pero se obvia en ello que no
se trata de una reflexión sino en un discurso, que sustituye la riqueza de la
ficción por el testimonio, renunciando con ello a todo alcance de trascendencia
efectiva. Esta será siempre la barrera firme que separe al arte de su
pretensión, no importa lo que diga el funcionalismo postmoderno; que sólo
porque no puede lidiar con la calidad extrapositiva de la representación se
atreve a negarla en lo que nunca será un acto suficiente; porque no
respondiendo a una Potencia en su exigencia de racionalidad evidente, resulta
en el gesto impostado del discurso y no el alcance reflexivo mismo.
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Al fin y al cabo es hasta
mezquino ese registro sañoso de las inmoralidades pasadas con tan vertiginosos
presentes, como el punto que revela la efectividad del poder imaginativo de un
autor; y en este mundo así vertiginoso con la híper saturación informativa de
las redes sociales, Chernóbil,
Afganistán y la gran guerra patria son puros arcaísmos. No es que eso de la
efectividad del poder Imaginativo sea importante, sino que el premio era a esa
excelencia singular, por la que un autor merecía ser destacado como un canon;
no Importa lo discutible y relativo que eso fuera, puesto que al fin y al cabo
nadie discutía la convencionalidad sino la pertinencia. Ciertamente hay mucha
distancia de aquel escándalo con que se le negó ese premio a la genialidad de Borges
y la banalidad con que hoy se le niega al exitoso Murakami; que no es más
singular —sino sólo más exitoso— que la Svetlana, pero que al menos no se
presta al juego de ladearse la gorra hípster para declamar la tragedia del homo
postsovieticus; sino que insiste en esa otra dignidad del éxito meramente
comercial, revelando la inoperatividad de un gesto enfático como el de estas
beatificaciones, lo que quizás explique esa mezquindad que le escamotea el
lauro.
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