Sunday, October 11, 2015

El Nobel de Svetlana

Por Ignacio T. Granados
El problema con Svetlana no es obviamente Svetlana, que hasta la bendición del Nobel era perfectamente desconocida excepto para entendidos; el problema es el Nobel, y no el suyo sino el Nobel en sí, como una institucionalidad que nos restriega su irrelevancia y su elitismo absurdo en un mundo con demasiadas urgencias para eso. Antes —como siempre— al menos el premio era consecuente con esta convencionalidad suya, y por ello era también más coherente; hasta en la soberbia con que estableció esa tradición respetable de no entregarle el premio a Jorge Luis Borges, mal remedada hoy cuando esquiva a Murakami. Aún si el problema no es Svetlana sino el Nobel, se debe a que este expone en ella sus defectos; porque es esa recurrencia del falso humanismo de las huestes intelectuales la que habría acogotado a la cultura, y esta beatificación de Svetlana sería la prueba de ello.

No será casual sino sintomático que Svetlana sea una periodista devenida en novelista, con esa alma trágica de las militancias; que hasta se ladea la gorra antaño obrera, como para enfatizar el manierismo kitsch de su postura hípster, que no distingue entre la performance artística y la tragedia verdadera. Al menos antes —como siempre— los beatos del Nobel eran una suerte de humanistas integrales, sólo eventualmente recalados en el periodismo, por cuestiones de hambre y no de vocación; pero como siempre los tiempos han cambiado, que es por lo que esta beatificación de Svetlana es un índice de lo mal que anda el mundo, cuando su arte decae a la banalidad del Nobel tan consistentemente. Si será grave el problema que Svetlana se postula a sí misma como mártir de la intelligentsia postsoviética, dejando claro que ya ni pudor queda; con esa venialidad con que el periodismo ha devenido en el recurso más socorrido del ego para hacer sus catarsis en discursos apoteósicos y trascendentes.

Como de periodista al fin, las novelas de Svetlana tratan de la tragedia de Chernóbil, el desastre de Afganistán y —¿cómo no?— la gran guerra patria; como siempre también, se usan términos grandilocuentes y se habla de su Obra en vez de sus novelas, y se menciona la estética de la tragedia coral griega; pero se obvia en ello que no se trata de una reflexión sino en un discurso, que sustituye la riqueza de la ficción por el testimonio, renunciando con ello a todo alcance de trascendencia efectiva. Esta será siempre la barrera firme que separe al arte de su pretensión, no importa lo que diga el funcionalismo postmoderno; que sólo porque no puede lidiar con la calidad extrapositiva de la representación se atreve a negarla en lo que nunca será un acto suficiente; porque no respondiendo a una Potencia en su exigencia de racionalidad evidente, resulta en el gesto impostado del discurso y no el alcance reflexivo mismo.

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Al fin y al cabo es hasta mezquino ese registro sañoso de las inmoralidades pasadas con tan vertiginosos presentes, como el punto que revela la efectividad del poder imaginativo de un autor; y en este mundo así vertiginoso con la híper saturación informativa de las redes sociales,  Chernóbil, Afganistán y la gran guerra patria son puros arcaísmos. No es que eso de la efectividad del poder Imaginativo sea importante, sino que el premio era a esa excelencia singular, por la que un autor merecía ser destacado como un canon; no Importa lo discutible y relativo que eso fuera, puesto que al fin y al cabo nadie discutía la convencionalidad sino la pertinencia. Ciertamente hay mucha distancia de aquel escándalo con que se le negó ese premio a la genialidad de Borges y la banalidad con que hoy se le niega al exitoso Murakami; que no es más singular —sino sólo más exitoso— que la Svetlana, pero que al menos no se presta al juego de ladearse la gorra hípster para declamar la tragedia del homo postsovieticus; sino que insiste en esa otra dignidad del éxito meramente comercial, revelando la inoperatividad de un gesto enfático como el de estas beatificaciones, lo que quizás explique esa mezquindad que le escamotea el lauro.

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