Sunday, October 4, 2015

El oscuro esplendor político de los místicos

Por fray Erasmo de la Cruz, O.F.M.P
La magnificencia espiritual y la majestad literaria que envuelve a los místicos desenfocarían muy bien su impacto real; que siendo sobre su entorno sería sobre todo y primeramente político, no individual. En eso residiría la primera contradicción, como fundamento que cuestionaría hasta su propia integridad espiritual; ya que siendo individual esa experiencia trascendente de comunión, su imposición al prójimo es necesariamente abusiva y violatoria de esa individualidad del prójimo, como se ve en el ímpetu reformista que suele ser propio de estas experiencias. Esto por tanto no trata de las críticas habituales y ya tópicas sobre la estabilidad mental de los místicos; sino que incluso asumiendo esa experiencia de los mismos como legítima y positiva, la cuestiona en relación con la comunidad, a la que afecta también en su comunión. Primeramente puede identificarse el comportamiento del santón iluminado con el del revolucionario moderno, ya desde lo voluntarioso; en tanto su experiencia es una crítica incluso violenta de la corrupción sistemática, inevitable a todo desarrollo institucional.

A partir de ahí se comprende entonces esa equivalencia, como un fenómeno político, de la reforma del místico y la revolución social; como una reacción más o menos virulenta ante el desarrollo natural, en un intento de restaurar los pactos fundacionales sobre los que se estableció la comunidad. Este fundamentalismo incluso retrógrado ya es sorprendente en las revoluciones políticas, que suelen auto calificarse de progresistas; y queda más definitivamente ensombrecido en el caso de los místicos, por el aire épico (literario) que revisten sus gestas existenciales, sobre todo como una catarsis moral. Quien vea aún el esplendor literario (épico) del fundamentalismo religioso puede remitirse a los conflictos actuales con el extremismo árabe; que igual que el catolicismo medieval, es rico en epopeyas existenciales, poesía y crueldades de todo tipo contra toda forma de individualidad.

Eso explica que fueran las órdenes religiosas —más exactamente los frailes dominicos— las que impusieran las prácticas inquisitoriales, de las que el Santo Oficio fue un intento por racionalizar la barbarie; y que responde al sentido común con el que Roma reclamó el monopolio de la violencia, para que esta tuviera ese mínimo de racionalidad —a esas alturas imposible— sujetándola a la colegiatura de los tribunales y la legislación canóniga. Para mejores ejemplos, valga recordar que el más emblemático de los inquisidores no era un sacerdote diocesano sino un fraile religioso (dominico); y no sólo eso, sino que el tristemente célebre Tomás de Torquemada era también casualmente español, confesor de la reina Isabel para más INRI. En el caso específico del santoral católico, la situación es tan radical que se vuelve pintoresca y absurda por lo paradójica; como en los casos de los santos Juan de la Cruz y Teresa de Jesús, cuya experiencia trascendente los llevó a la reforma radical de la orden en la que habían profesado, afectando al resto de los hermanos con su suprematismo disciplinario.

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Fundada en el siglo XII, la Orden del Carmelo surge junto con las mendicantes pero con un carisma contemplativo que la dedicaba a la oración; a la altura del Renacimiento, cuando la integran los futuros santos teresa de Jesús y Juan de la Cruz, ese carisma se haya corrompido en la secularización inevitable de la modernidad que la rodeaba. Esa contradicción era también típica y recurrente de la época, que es la de la política  cultural de la Contrarreforma española, dificultando la evolución a la Modernidad; deberá recordarse que la Contrarreforma misma es una reacción institucional ante el avance la Reforma luterana, que era contra el institucionalismo tradicional; pero respecto al cual la iglesia diocesana o clero secular funcionaba como una mediación, frustrada por el fundamentalismo evangélico de las órdenes religiosas. La Reforma luterana es una revisión fundamentalista del desarrollo político de la iglesia, pero justo como manifestación de sus contradicciones; dadas por su extemporaneidad como institución política, que es lo que niega la Contrarreforma, alegando su pertinencia institucional por su carácter transhistórico, en un sentido por tanto igualmente o más conservador aún.

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Ese panorama es sumamente complejo por la multitud de intereses que confluyen en dicha crisis, y que es eminentemente política; hasta el punto de que traza una frontera cultural, dividiendo Europa a la altura de los Pirineos, al sellar una evolución comenzada con la distinta conversión de los bárbaros al cristianismo arriano y católico respectivamente. En ese espectro, el poder secular de los príncipes lucha por desembarazarse de la tutela religiosa, apelando al desarrollo de la sociedad civil; en un desarrollo que sólo alcanza su apoteosis gracias al capitalismo italiano, y su potenciación del individualismo moderno. Eso sería lo que le permita a Lutero enfrentarse a la autoridad institucional, dada la suficiencia de su individualidad en medio del atomismo político germánico; la corona española en cambio, recién unificada en vísperas del siglo XVI, apela justo a esa tutela religiosa perpetuando en la Modernidad el institucionalismo medieval; pero eso en contra de la misma tendencia de la Iglesia, cuyo sentido metropolitano y cosmopolita le hace comprender la ineluctabilidad del individualismo moderno, sumida ella misma en ese auge del capitalismo italiano; pero en contra del arrebato de las órdenes religiosas, como una facción disidente y fundamentalista, que recurre al extremismo en busca del modelo ideal en la estructura política medieval, con sus místicos a la cabeza.

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