Sanctorum, la poca banalidad de la transgresión sexual
Por Ignacio T. Granados Herrera
Por supuesto, uno de los tópicos
más atractivos del arte ha sido siempre el de la transgresión, y obviamente
también mejor si esta es sexual; lo que no es gratuito, ya que se debe en el
primer caso al valor añadido del drama que significa la transgresión misma
sobre los otros valores de la obra, que son formales; y respecto a la
preferencia por la transgresión sexual, pues porque esta tiene ese valor
arquetípico propio de la gran represión que siempre rodeó al sexo. No debe
olvidarse que la actividad sexual está en la base misma de las relaciones
políticas y económicas, y no sólo simbólicamente; es decir, no sólo en lo que
respecta a los roles jugados por sus partes, sino también como un valor
político y económico; dado por la posición política y económica de una o todas
las partes envueltas, que así se ven afectadas por su relación.
También en ese sentido, y
probablemente por la evolución peculiar de la cultura occidental, el sexo ha
devenido en uno de los ritos de pasaje más fuertes de la pubertad; al menos
hasta el segundo tercio del siglo XX, cuando ya los efectos de la revolución
sexual de la primera mitad y las luchas por derechos civiles le restaron
dramatismo. No que eso ocurriera repentina sino gradualmente, hasta el punto de
que aún se manifiesta en no pocos conflictos sociales; como los relativos a los
derechos de las minorías y sexuales, como una gran tensión que aún sigue
dominando el panorama cultural. No obstante, el mismo acceso masivo a la
tecnología habría vuelto al sexo un tópico artístico irrelevante por su
omnipresencia; que restándole dramatismo, le resta también impacto y por ende
ese valor añadido a la condición formal del objeto de que se trate.
Aun así el sexo y la transgresión
de sus reglas tradicionales sigue siendo recurrente en el arte contemporáneo,
eso sería lo interesante; no ya entonces el sexo mismo, incluso en sus casos
más supuestamente extremos, sino esa fijación artística en un objeto que ya
dista de ser dramático. Es ahí donde resalta la poca ingenuidad de su
tratamiento, que no es nunca meramente formal y que por tanto tiene valor
ideológico; refiriéndose entonces a una contradicción de la fuente tradicional
de esa regulación de la actividad sexual, que así simboliza la máxima libertad
del Ser. Después de todo un símbolo es absolutamente convencional, y la
represión continua en este sentido hace lógica esta recurrencia del sexo; sobre
todo si se cuenta con el contrasentido de la aberración política que significa
su transgresión al interior de esa misma fuente que lo regula, como es el caso
de la Iglesia católica.
Eso explicaría la enorme
recurrencia del imaginario católico en este tipo de representaciones, no
importa su pérdida de impacto dramático; porque la fuerza no la tomaría paradójicamente de la
transgresión sino del carácter contestatario y contradictor de la misma, no
yendo ya contra la moral establecida sino contra su establecimiento. De hecho,
se trata entonces de protestar esa pertinencia ya atemporal de la institución
católica; que como fuente de legitimidad de la moral cristiana capitaliza la
culpa en este sentido, no importa si sus aberraciones ocurren también en los
ámbitos protestantes y fundamentalistas; que sólo lo habrían heredado en esa
naturaleza torcida desde su origen en el anacronismo de la institución, que aún
sigue haciendo estragos políticos.
Todo ese explica la eficacia que
aún mantiene la fotografía de JAM Montoya en su exposición Sanctórum, del 2003; en la que el fotógrafo español Juan Antonio Moreno
Montoya acude a la paráfrasis de ese imaginario católico, para violentarlo. Lo
curioso es el efecto paradójico por el que justo gracias a esta violencia las imágenes
refuerzan su sentido original, bien que
un poco torcidamente; pero resultando en todo caso en una afirmación de la compleja
interioridad de la experiencia espiritual, que absolutamente nunca consigue
sobreponerse a su carnalidad.
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