De la universalidad del arte
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Postular una universalidad del arte es violar
la condición misma de su puntualidad, aún si su alcance es más o menos extenso;
ya que incluso esa extensión se limitará a los bordes mismos del período en que
ocurre, no importa si este se extiende a su vez por sus propias determinaciones.
Es decir, es absurdo pensar que la Modernidad comienza en la Modernidad misma y
no en su determinación; por eso, sus productos tienen un sentido rastreable
hasta en el período minoico, que es prearcaico. Su pertinencia sin embargo es
otra cosa, como esa disfuncionalidad que la abandona en las manos de su propia
corrupción; es como velar un cadáver, aferrados a la existencia que ya no
tiene, no importa su exquisitez ni los inciensos que le disimulan el olor.
Por supuesto, es fácil además de repetido
decretar la muerte del arte, vista la inefable potestad de lo humano; pero es
absurdo negarse a aceptar leyes y principios que son propios de la dialéctica;
es decir, no ya signos que siempre enmascaran un discurso interesado, sino
principios naturales como el carácter histórico de la cultura... y el arte en
que se realiza. Aceptado eso, ha de aceptarse también que el arte moderno ha de
estar sujeto a los límites de la Modernidad; no importa lo difusos que estos
sean, porque en algún momento eso moderno ha de convertirse en un período
pasado, incluso si clásico y valioso. Ha de aceptarse que también incluso en su
extensión convencional desde el siglo XV, ya la Modernidad estaría cumpliendo
sus cinco siglos; y no sólo eso, que ya es importante, sino que teniendo su
apoteosis en los siglos XVII-XVIII, no hay manera de que no se aboque hoy a su
decadencia... y la del arte en que se expresa. Eso explicaría sólo su
corruptibilidad, ante una pérdida cada vez mayor de relevancia en el mercado;
ya que la función que la valorizó estaría siendo suplida por fuentes alternas,
que la harían obsoleta.
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En este sentido, ha de convenirse que nadie
conoce una función propia del arte, aunque sea susceptible de algunas
atribuciones; pero tratando de ser objetivos, es mejor retraerse a su misma
capacidad reflexiva, que habría resuelto una comprensión de la trascendencia de
la realidad. Eso es importante, pues el inmanentismo moderno habría negado con
sus parámetros racional-positivos ese aspecto de la realidad; que al no ser
comprendido, se vuelve facultativo y compulsivo en su irracionalidad,
explicando esa apoteosis del Romanticismo justo como reacción al reductivismo
racional-positivista. Sin embargo, ya el pensamiento científico no es
inmanentista, y se recrea en inefabilidades como la indeterminación cuántica;
las matemáticas y la física recreativas pueden abstraer a cualquier
constructor, como la inmensidad del desierto antes abstraía antes a los poetas.
No sólo eso, tres siglos de graduaciones
masivas en humanidades hacen de la producción de arte un hecho banal,
repetitivo y kitsch; que redundando en la híper saturación de los mercados
pierde excepcionalidad, que es la condición para desarrollar poder reflexivo en
el alcance. De ahí la apelación a soportes artificiales, que alarguen la vida
del enfermo más allá de la muerte clínica; pero que en esa misma artificialidad
se corrompe en el tráfico de influencias y el egocentrismo, como una enfermera
que no llega nunca a tiempo o el suero que no es suficiente; esa es la contradicción
recurrente, que convierte en desaguadero de mezquindades lo más sublimes
proyectos. Disminuir el pensamiento ajeno antes de comprenderlo es fácil, basta
con reducirlo a un atajo de equívocos; pero igual el tiempo redimensionará las
cosas, con ese poder de los dioses al burlarse de los hombres.
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