Wednesday, September 7, 2016

De la universalidad del arte

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Postular una universalidad del arte es violar la condición misma de su puntualidad, aún si su alcance es más o menos extenso; ya que incluso esa extensión se limitará a los bordes mismos del período en que ocurre, no importa si este se extiende a su vez por sus propias determinaciones. Es decir, es absurdo pensar que la Modernidad comienza en la Modernidad misma y no en su determinación; por eso, sus productos tienen un sentido rastreable hasta en el período minoico, que es prearcaico. Su pertinencia sin embargo es otra cosa, como esa disfuncionalidad que la abandona en las manos de su propia corrupción; es como velar un cadáver, aferrados a la existencia que ya no tiene, no importa su exquisitez ni los inciensos que le disimulan el olor.

Por supuesto, es fácil además de repetido decretar la muerte del arte, vista la inefable potestad de lo humano; pero es absurdo negarse a aceptar leyes y principios que son propios de la dialéctica; es decir, no ya signos que siempre enmascaran un discurso interesado, sino principios naturales como el carácter histórico de la cultura... y el arte en que se realiza. Aceptado eso, ha de aceptarse también que el arte moderno ha de estar sujeto a los límites de la Modernidad; no importa lo difusos que estos sean, porque en algún momento eso moderno ha de convertirse en un período pasado, incluso si clásico y valioso. Ha de aceptarse que también incluso en su extensión convencional desde el siglo XV, ya la Modernidad estaría cumpliendo sus cinco siglos; y no sólo eso, que ya es importante, sino que teniendo su apoteosis en los siglos XVII-XVIII, no hay manera de que no se aboque hoy a su decadencia... y la del arte en que se expresa. Eso explicaría sólo su corruptibilidad, ante una pérdida cada vez mayor de relevancia en el mercado; ya que la función que la valorizó estaría siendo suplida por fuentes alternas, que la harían obsoleta.

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En este sentido, ha de convenirse que nadie conoce una función propia del arte, aunque sea susceptible de algunas atribuciones; pero tratando de ser objetivos, es mejor retraerse a su misma capacidad reflexiva, que habría resuelto una comprensión de la trascendencia de la realidad. Eso es importante, pues el inmanentismo moderno habría negado con sus parámetros racional-positivos ese aspecto de la realidad; que al no ser comprendido, se vuelve facultativo y compulsivo en su irracionalidad, explicando esa apoteosis del Romanticismo justo como reacción al reductivismo racional-positivista. Sin embargo, ya el pensamiento científico no es inmanentista, y se recrea en inefabilidades como la indeterminación cuántica; las matemáticas y la física recreativas pueden abstraer a cualquier constructor, como la inmensidad del desierto antes abstraía antes a los poetas.

No sólo eso, tres siglos de graduaciones masivas en humanidades hacen de la producción de arte un hecho banal, repetitivo y kitsch; que redundando en la híper saturación de los mercados pierde excepcionalidad, que es la condición para desarrollar poder reflexivo en el alcance. De ahí la apelación a soportes artificiales, que alarguen la vida del enfermo más allá de la muerte clínica; pero que en esa misma artificialidad se corrompe en el tráfico de influencias y el egocentrismo, como una enfermera que no llega nunca a tiempo o el suero que no es suficiente; esa es la contradicción recurrente, que convierte en desaguadero de mezquindades lo más sublimes proyectos. Disminuir el pensamiento ajeno antes de comprenderlo es fácil, basta con reducirlo a un atajo de equívocos; pero igual el tiempo redimensionará las cosas, con ese poder de los dioses al burlarse de los hombres.

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