Tuesday, March 28, 2017

Día internacional del teatro

Ha pasado otro año, y con este otro día internacional del teatro, n el que se han sucedido mensajes y discursos; una ritualidad curiosa, marcada por esa institucionalidad del arte contemporáneo, que marca precisamente su decadencia. Eso es apenas natural, la institucionalidad es una naturaleza convencional, cuya apoteosis va en detrimento de la creatividad; y el teatro no es distinto de las otras artes en esta decadencia, aunque sí puede que más patético en su mayor visibilidad. Después de todo, las otras artes otorgan status a cambio del patrocinio, y en el caso de la pintura y el libro hasta pueden camuflar su comercialismo perverso; pero el teatro tiene una dependencia mayor de la expresión cultural, y en eso es menos elitista si es consistente. De ahí que como en una malhadada paradoja, el teatro exponga más vergonzosamente las pretensiones y la vanidad de los teatristas; más aún que la literatura la de los literatos o las artes plásticas la de los plásticos, que no es menor sino más disimulada.

Esa es la falsedad que hace patéticos los discursos de esa pretensión institucionalista, que trata de lidiar con la extemporaneidad del arte; porque lo que determinaría la crisis contemporánea es la falta de contexto, que serías la que lo haga disfuncional fuera del apogeo moderno. Han pasado al menos tres siglos desde el apogeo moderno, y es tiempo por tanto para los nuevos paradigmas; que relucen tras el decadentismo de estos discursos de falsa trascendencia, pero como el elefante en la sala que nadie quiere ver. Ese es el problema, y es abiertamente económico, porque esa revolución afecta al estilo de vida de los artistas; que formados en esos paradigmas del apogeo moderno y su cultura libresca, están preparados para todo menos para sobrevivir a la Modernidad. La primera señal debió haber sido la institución misma de este día por un organismo como la ONU, y su brazo armado y guerrillero que es la UNESCO; pero como siempre, como los aristócratas obtusos al momento de la revolución francesa —a los que de hecho imitan en sus manierismos— los artistas se han negado a todo pragmatismo.

Ahora se suceden celebraciones absurdas, que nos sonrojarían si alcanzáramos la venerable edad de los que nos antecedieron; el próximo año, si tenemos suerte, estaremos más viejos y luciremos más ridículos todavía balbuceando promesas de amor adolescente. Por supuesto, siempre hay una manera digna de morir, pero esta no pasa por culpar a alguien de lo que es inevitable y natural; sino que más bien consiste en una asunción madura de la decrepitud y un goce auténtico de las libertades que eso otorga, junto a sus responsabilidades; pero con gozos definitivos como ese de hacer teatro porque es simplemente maravilloso hacerlo, pensando —como Eliseo Diego de un libro de poesía— que habrá razones más serias, pero ninguna más importante.

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