Historia de editores y neófitos!
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Cuenta la leyenda que un hombre se
apareció un día a un exitoso editor, para someterle un manuscrito; neófito, el
hombre argüía haber descubierto una verdad terrible, que podría explicar y
arreglar todos los problemas de la filosofía. Ni siquiera curioso ante la
obviedad del absurdo, el editor se aprestó a su fatalidad de oficio, y adelantó
inexpresivo el rostro; he descubierto que todo es relativo, dijo el neófito excitado
antes de ser cortésmente despedido por el editor, a punto de perder la
inexpresividad del rostro. Mucho tiempo después, todavía recordaba la anécdota
con sus colegas editores y exitosos, entre eventos y sorbos de té; es el símbolo
—apostillaba reflexivo antes de pasar a otros asuntos— de una vida vivida en
vano. El exitoso editor puede haber conocido la historia del pescador y el
matemático, pero es improbable que pudiera vincularla con esta; después de
todo, su excelente racionalidad le mostraba que el problema aquí no era de
corte moral, y él había sido cortés.
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El problema con esa racionalidad
excelente, es que no tenía en cuenta su propio convencionalismo reductivo; si
en definitiva, la relatividad no sólo había sido un descubrimiento y no un
invento, sino que además era muy anterior al magnífico Einstein. La relatividad
ya campeaba en todo el sentido práctico del Eclesiastés
y Heráclito, redeterminado a la teología católica con la Casuística; Einstein sólo la había reformulado, para una mejor
comprensión de los problemas físicos, que es en lo que radicaba su inteligencia.
Lo cierto es que desde entonces, la relatividad había abandonado su poderío
conceptual, deviniendo en un mero lugar común; que la gente repetía sin mucho
sentido, sin que eso la afectara en sus propias preconcepciones. Quizás todo lo
que se necesitaba era una nueva formulación, que alcanzara el concepto a la
realidad inmediata de la gente; que lejos de las complicaciones de la física
clásica, no sabría cómo aplicar tan excelente concepto a sus propias vidas.
Ni siquiera el exitoso editor sabía
que la relatividad de su propio conocimiento lo inutilizaba ante la majestad de
aquel concepto; por el que más bien tendría que haber sentido cierta curiosidad,
y así quizás descubrir la elusiva adecuación que hiciera comprensible y
práctico aquel repetido lugar común. Quizás, en los pliegues de su
desconocimiento, aquel neófito escondía la adecuación del abstruso concepto;
que es en definitiva la razón de esa clase parásita que son los consejos
editoriales, como aquel que pagaba un estilo de vida al editor exitoso. Por supuesto,
el problema es estructural, y se debe a esa calidad convencional de las élites especializadas;
que no más establecidas y ya se apuran a perder la funcionalidad, reduciéndose
al simple cobro de sus beneficios accesorios.
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