Maceo manierista
Comprar en Amazon |
Con el desenfado de siempre, Zoé Valdés ensaya en un giro salvaje el
encuentro entre el héroe de bronce y el poeta pálido; quizás sea un repentino
pudor, una conciencia de límites tácitos o un improbable prurito histórico, lo
insinuado no se materializa. Valdés es una escritora con suficiente sensatez
como para saber cuándo un atrevimiento se desgasta en desabrido cliché; un
desliz que con un olfato bien trabajado no se permite, o al menos no más allá
del juego mismo de la insinuación. Eso no es lo importante de ese encuentro,
tan casual como ficticio, lo es el alcance de su representación; porque hay
algo en el divismo de la estatua de bronce, que va muy acorde con los
convencionalismos de la época acerca de lo masculino; que sin embargo, más
sutiles que la racionalidad legal hoy día, no desconocen la ambigüedad.
En verdad, nada hay más ambiguo que ese culto de lo masculino que es el
machismo, suerte de narcisismo; que más allá de sus determinaciones primarias
en las relaciones económicas, degenera inevitablemente en amaneramiento. Como
mismo los vástagos de los aristócratas se diferencian de sus padres, en el
vicio que dilapida el patrimonio y hasta la prosapia; así mismo los héroes modernos
tienen la cabeza de hierro pero las piernas de barro, en esa consistencia en
que todo lo abandonan por el amor de la idea. Peor aún, que esa idea sea comúnmente
la idea de sí mismos, en quien materializan la generalidad del mundo a quien
dicen servir; y por el que entonces hablan, sin medir las consecuencias de esos
actos suyos en todas esas vidas ajenas a las que afectan.
Maceo, el titán de bronce, era un hombre de su época, pero el poeta que
palidecería ante su presencia era de otra carne; más universal en la delicadeza
del gesto literario, Julián del Casal representa sin dudas el espíritu que
observaba al héroe en su propia inmolación. Con más suerte que el apóstol, en
tanto menos ambiguo en su amaneramiento, Casal puede darse el lujo de
representar a la naturaleza; casal es un pajarito vulgar, cuya única gracia es
la divinidad de su letra, hasta el punto de ahorrarse el criterio —él, que en
todo se metía— sobre el verso libertino del apóstol, que sí lo reverenció a él.
No hay dudas de que Casal puede haber sido más atractivo que Martí para el
macho que poblaba tantas noches particulares de la Habana; Martí ni siquiera era
homosexual, con un machismo de cuerpo enclenque, que ni se prestaba al avance
de la soldadesca.
Libros del autor |
La insinuación de Zoé Valdés no es sino la imagen pizpireta que a más de
uno se le debe haber ocurrido en medio de la retórica del heroicismo; no importa que
sólo tense el arco y no deje escapar la flecha, porque todo el mundo sabe que
del arquero zen lo que importa es la mirada interior. Zoé Valdés nos redirige
entonces, con gesto salvaje aunque comedido, al placer, el único espacio donde
habitará la reconciliación; como esa imagen en la mente del poeta, que termina
los gestos bruscos —e interrumpidos— del héroe con su propia imaginación. Nada
hay más teatral que aquella cita del héroe, a pedido de los periodistas para
contarles su historia en el hotel Inglaterra; en la que simplemente mostrara el
torso desnudo y curtido a sabiendas de lo provocativo, no puede haber sido tan
ingenuo para que no.
Seja o primeiro a comentar
Post a Comment