Saturday, June 17, 2017

Maceo manierista


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Con el desenfado de siempre, Zoé Valdés ensaya en un giro salvaje el encuentro entre el héroe de bronce y el poeta pálido; quizás sea un repentino pudor, una conciencia de límites tácitos o un improbable prurito histórico, lo insinuado no se materializa. Valdés es una escritora con suficiente sensatez como para saber cuándo un atrevimiento se desgasta en desabrido cliché; un desliz que con un olfato bien trabajado no se permite, o al menos no más allá del juego mismo de la insinuación. Eso no es lo importante de ese encuentro, tan casual como ficticio, lo es el alcance de su representación; porque hay algo en el divismo de la estatua de bronce, que va muy acorde con los convencionalismos de la época acerca de lo masculino; que sin embargo, más sutiles que la racionalidad legal hoy día, no desconocen la ambigüedad.
En verdad, nada hay más ambiguo que ese culto de lo masculino que es el machismo, suerte de narcisismo; que más allá de sus determinaciones primarias en las relaciones económicas, degenera inevitablemente en amaneramiento. Como mismo los vástagos de los aristócratas se diferencian de sus padres, en el vicio que dilapida el patrimonio y hasta la prosapia; así mismo los héroes modernos tienen la cabeza de hierro pero las piernas de barro, en esa consistencia en que todo lo abandonan por el amor de la idea. Peor aún, que esa idea sea comúnmente la idea de sí mismos, en quien materializan la generalidad del mundo a quien dicen servir; y por el que entonces hablan, sin medir las consecuencias de esos actos suyos en todas esas vidas ajenas a las que afectan.

Maceo, el titán de bronce, era un hombre de su época, pero el poeta que palidecería ante su presencia era de otra carne; más universal en la delicadeza del gesto literario, Julián del Casal representa sin dudas el espíritu que observaba al héroe en su propia inmolación. Con más suerte que el apóstol, en tanto menos ambiguo en su amaneramiento, Casal puede darse el lujo de representar a la naturaleza; casal es un pajarito vulgar, cuya única gracia es la divinidad de su letra, hasta el punto de ahorrarse el criterio —él, que en todo se metía— sobre el verso libertino del apóstol, que sí lo reverenció a él. No hay dudas de que Casal puede haber sido más atractivo que Martí para el macho que poblaba tantas noches particulares de la Habana; Martí ni siquiera era homosexual, con un machismo de cuerpo enclenque, que ni se prestaba al avance de la soldadesca.
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La insinuación de Zoé Valdés no es sino la imagen pizpireta que a más de uno se le debe haber ocurrido en medio de la retórica del heroicismo; no importa que sólo tense el arco y no deje escapar la flecha, porque todo el mundo sabe que del arquero zen lo que importa es la mirada interior. Zoé Valdés nos redirige entonces, con gesto salvaje aunque comedido, al placer, el único espacio donde habitará la reconciliación; como esa imagen en la mente del poeta, que termina los gestos bruscos —e interrumpidos— del héroe con su propia imaginación. Nada hay más teatral que aquella cita del héroe, a pedido de los periodistas para contarles su historia en el hotel Inglaterra; en la que simplemente mostrara el torso desnudo y curtido a sabiendas de lo provocativo, no puede haber sido tan ingenuo para que no.

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