Juan Carlos Mirabal, muerte y resurrección de Rimbaud
El pecado simbolista no sería la belleza, perfeccionada con
los parnasianos, en el ascendiente común al Romanticismo; sino la soberbia, por
la que esta reflexividad fue ya imposible desde entonces, en su afán de
discurso. Excepto en el caso increíble de Juan Carlos Mirabal, que yergue el
cristal de sus imágenes, en la reconciliación; no porque sea inteligente —que
lo es— sino en la falta de pretensiones, que es la condición de la
inteligencia.
Eso explicaría la noble calidad existencial de estas
imágenes, levantándose poderosas como un espejo mágico; que es la función de
toda imagen —violada por el conceptismo obtuso—, en su naturaleza reflexiva,
especular. El gesto mismo de esa nobleza es tan bello que garantiza la belleza formal,
extendida al objeto como naturaleza; no en la casualidad de unas imágenes más o
menos felices, sino en la experiencia que brinda, consecuente en su
existencialismo.
La muerte de Rimbaud no vino de la mano de Mirabal,
demasiado alto para ese sacrilegio del asesinato sacrificial; sino de la
vulgaridad de los himnos revolucionarios a que dio lugar, como su incendiario descenso
al infierno. Por eso, el asesinato de Rimbaud por sus seguidores, como el de
Orfeo por las ninfas, limpia el espacio para Mirabal; que pedestal de nueva
poesía, desconoce la representación simbólica, en el hermoso realismo de su
existencialidad.
El siglo XXI se presta así, como una isla de Esqueria a
un Mirabal como Odiseo fatigado, que no sabe dónde está; pero es respaldado por
Atenea, aunque no curiosamente por Apolo, negado a la defenestración de Troya,
que es la Modernidad. No hay que inquietarse, ambos son sólo proyecciones de
Zeus, que los potencia en la experiencia crística del poeta; y es quien decreta
la muerte de Rimbaud y su resurrección, en esta certeza apolínea de las
imágenes de Mirabal.
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