Verde verde, que te quiero verde!
Con esa mala costumbre y
facilidad para el mal gusto que le son propias, la crítica ha rebajado el
último filme de Enrique Pineda Barnet a una lectura moral; lo que explica esa
tan extraña como indetenible declinación de las artes y su correspondiente crítica,
cada vez más ineficientes para una representación y comprensión final de la
realidad. Así pues primero, y como su mayor virtud incluso, Verde verde es tan teatral y abstracta
que llega al más puro expresionismo [¿Caribeño?][i]; aprovechándose
de un nivel tal de sordidez que rehuiría como Caronte cualquier atisbo de la magra
realidad, replegándose al alcance universal de su conceptismo. De hecho, si se
fuera a hacer una lectura moral de este filme, lo que resaltaría es el
resentimiento evidente de su realizador; que no volcándose a la vindicación de
su héroe prefiere explayarse en
la apoteosis con que se hunde su antihéroe, que es quien funge aquí de protagonista.
Repartiendo culpas [innecesarias] cualquiera podría hasta escandalizarse de esa
saña imprudente y egoísta con que el heroico partenaire desata las furias del
otro en derredor suyo; pues la acción es suicida de principio a fin, con una
aspereza y una violencia —un poco sublimada— de parte y parte que por suerte
nos avisa de que el clima no es moral sino estético.
Ya en este punto, es magistral y fino [pinedista] ese
hilvanado de la trama desde la paradoja del refrán popular; que con sabiduría a
dicho siempre que demasiado verde ya es maduro, por aquello de que los extremos
se tocan y la negación excesiva es lo que resulta en confirmación. No hay dudas
de que el poco angélico héroe se siente atraído por esa violencia peligrosa del
hombre que se niega a sí mismo, que es lo que explicaría ese retorcido deseo por
el traumático protagonista; por si quedaran dudas, a cada rato adorna su danza
con esos despliegues de prepotencia del macho en celo que baila sus ritos en
busca del apareamiento; que aquí los roles son fijos —¡y bien convencionales!—
aunque luzca lo contrario, con esa ambivalencia con que Pineda remarca la
sordidez [¿interior?] del mundo en que escarba. El final es desagradable a propósito,
porque se trata del vértice de esa espiral por la que desciende quien desafíe a
su hado; y tiene algo de alevoso en ese ser desagradable, desde la sospecha
misma de que es un exceso [gratuito] que busca burlarse con ensañamiento del
derrotado, haciendo leña del árbol caído.
Técnicamente la película es de resultados mixtos,
desde la excelencia de su ambientación [expresionista] a un sonido que desvirtúa
un poco la fuerza de las actuaciones; dando la impresión incluso de
descolocamiento con lo que sólo parece ser un pésimo doblaje, viejo talón de
Aquiles del cine cubano, que no gusta del sonido directo. Espectacular la parca
participación luctuosa de Farah María, con un personaje bien logrado aunque ya
demasiado habitual a toda pretensión de expresionismo; a la que por fin vemos
envejecer, siquiera un poco —bien poquito— con esa belleza intrigante de su
eterna juventud. Los créditos iniciales son de una funcionalidad exquisita,
sintetizando el asombro que se desplegará a lo largo del filme; e igual la
inclusión de la pintora, con sus viñetas climáticas que remedan a la perfección
aquellos carteles explicativos del cine mudo, en un mundo en el que lo que
importa no es lo que se dice.
[i] . Esto
tiene sentido, no es sólo una hipérbole, la saturación de colores sin
degradarlos a la monocromía del ocre contribuiría a una subjetivación muy
distinta —apela a los sentidos y no a la intelectualización— del origen
[alemán] del original.