No es sorprendente
que el comienzo y fin del esplendor cubano esté marcado por una revista
literaria; La Habana Elegante, que en su primera y segunda época describe el
periplo de la literatura nacional. Esto es apenas natural, ya que la literatura
es la expresión última de la cultura, como su reflexión de lo real; que aún a través
de la ficción dramática tiene alcance existencial, porque su objeto último es
la realidad.
La Habana
elegante ilustra así este desarrollo, que es imposible que pueda sobreponerse a
una entropía; como todo desarrollo, que comienza su decadencia en su mismo
pináculo, como parte e la dialéctica histórica. En su primera época, la revista
tiene su base en la cultura delmontina,
como reproducción de la ilustración europea; sintetizándola, desde la
contradicción franco española al naturalismo bucólico inglés, y el romanticismo
germano. De esa síntesis nace el costumbrismo criollo y el modernismo, como
solución criolla de las insuficiencias europeas; gracias al resumen cosmopolita
con que La Habana surge de las cenizas de Port-Au-Prince, con el industrialismo
de los ingleses.
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El problema es
que ahí se introducen la ambigüedad de la cultura cubana, incluidos sus deslices
políticos; incluido también el racismo anexionista de Domingo del Monte, el más
real y útil de los cubanos para José Martí. Ciertamente, La Habana Elegante
sería el soporte en que se consolidó la narrativa del costumbrismo cubano; que con
el falso trascendentalismo poético del Modernismo, fija la hermenéutica de su elitismo
intelectual.
De ahí ese
falso sentido nuestro de lo histórico, que acude a los mitos con que
racionalizar nuestra irracionalidad; adjudicando a la realidad el alijo de
pretensiones con que entramos como cultura al apocalipsis de la Modernidad. Esto
ignora que como apogeo, la Modernidad era esa cúspide que marca el proceso
entrópico de Occidente; arrastrando el nacionalismo, en que se realizaba como
período desde un determinismo político y no cultural; y perdiendo en esto ese
sentido existencial que daba sentido a su arte, como expresión precisamente de
la cultura.
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Es por eso que
en su segunda época, La Habana Elegante no puede ser sino una parodia de la
primera; reproduciendo valores ya disfuncionales, por esa decadencia cada vez
mayor de la entropía que refleja; porque más allá del determinismo, la
expresión sigue siendo cultural, aunque la cultura sea la de esta disfunción
política. De ahí que en esta segunda época suya, La Habana Elegante no pueda
sobrevivir su propia naturaleza paródica; disolviéndose en un panfleto safio
como sólo el primer periodismo cubano, que ya predecía la debacle de su
cultura.
No por gusto
ese panfleto se llamaría La lengua suelta, en un volante que ridiculizaba a la cultura
oficialista; cuya rigidez —pero nadie lo notó— era la encarnación de las pretensiones
institucionales de la primera época de la revista. Nada más dialéctico que todo
desarrollo llevando el germen de su propia decadencia, para seguir como
desarrollo; no importa si la dialéctica es insuficiente como comprensión de la naturaleza
trialéctica de lo real, porque se trata de esta insuficiencia.
Lo cierto es
que La lengua suelta es el residuo, incluso ya desperdigado, de La Habana
Elegante en su segunda época; culminando el horror de un pandillerismo, que
reproducía en sus manierismos literarios del político que denunciaba. Después
de todo, como arte se trata siempre de la expresión de la cultura en sus
determinaciones, incluso si políticas; como en esta esquizofrenia progresiva
que colma el canon cubano, para imponerle la falsa existencialidad de su
violencia.
Si Orígenes —por
ejemplo— fue un momentáneo respiro, no podía escapar en ello la vigilancia de
Vitier el Cerbero; que penetrándolo como la política a la cultura, determinaría
el resentimiento con que Piñera impulsara Lunes de Revolución. Desde ahí todo
es comprensible, hasta la falsa identidad que agrupa a los artistas por
afinidades personales y no estéticas; para terminar todos pidiéndose la cabeza
unos a otros, siempre por las más mezquinas e intrascendente razones.
El delmontismo
marcó la primacía cubana en la cultura de las Américas, con su peculiaridad de tráfico
atlántica; pero revelando en ello la fatuidad de ese intelectualismo, que sólo probaría
su inconsistencia con la debacle humanista. No debe ser gratuito el sepultado
racismo de Domingo del Monte, que permearía la otra falsedad de su liberalismo;
eso es lo que deja espacio para la renovación, estética por su existencialismo,
en la marginalidad del negro cubano.