Los misterios de la Habana, de Zoé Valdés
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Mientras los teóricos van del alcance
ontológico al nacionalismo de Lezama Lima, Zoé Valdés descubre su hermoso
tratamiento del concepto de templar; que precisamente en su acepción de zafio
vulgarismo demuestra las preciosidades de una lengua hecha para la comprensión
más cabal de la realidad. Eso se debe a que Valdés tiene esa forma deliciosa de
ser zafia en su cultura, permitiéndose desafiar todo convencionalismo; lo que
es importante, pues es lo que la sobrepone al amaneramiento excesivo que
inutiliza a las últimas hornadas de escritores cubanos.
A ese terso —que no tenso— equilibrio, se debe la ligereza de un libro como Los misterios de la Habana; y que por ello se lee con la misma fruición despreocupada que aquel Le spleen de París con que Baudelaire fundó la poesía en prosa. Ciertamente, fundada ya la poesía en prosa, no es ese mérito que haya que reconocerle a Valdés; pero sí el de recuperar aquella simpleza digna de la literatura, que permitió al francés recoger el espíritu vernáculo del más viejo aún Aloysus Bertrand.
A tan larga prosapia, debemos entonces la felicidad de estas historias contadas a modo de bitácora personal; que recrean mitos populares de la siempre fiel Habana, y le crea otros aprovechando su rica textura popular. Nada de eso es gratuito, la Habana es una ciudad que sí posee esa originalidad que la separa del Caribe; no importa si como capital de la más grande isla del mismo Caribe, porque es también el crisol de Europa por el que se expandió el Occidente. En Los misterios de la Habana hay historias de todo tipo, y hasta apropiaciones de otras locaciones cubanas que caben bajo su sombra; pero la mejor parte es la descripción de un carácter y un estilo de vida, del que los habaneros nos sentimos orgullosos.
A ese terso —que no tenso— equilibrio, se debe la ligereza de un libro como Los misterios de la Habana; y que por ello se lee con la misma fruición despreocupada que aquel Le spleen de París con que Baudelaire fundó la poesía en prosa. Ciertamente, fundada ya la poesía en prosa, no es ese mérito que haya que reconocerle a Valdés; pero sí el de recuperar aquella simpleza digna de la literatura, que permitió al francés recoger el espíritu vernáculo del más viejo aún Aloysus Bertrand.
A tan larga prosapia, debemos entonces la felicidad de estas historias contadas a modo de bitácora personal; que recrean mitos populares de la siempre fiel Habana, y le crea otros aprovechando su rica textura popular. Nada de eso es gratuito, la Habana es una ciudad que sí posee esa originalidad que la separa del Caribe; no importa si como capital de la más grande isla del mismo Caribe, porque es también el crisol de Europa por el que se expandió el Occidente. En Los misterios de la Habana hay historias de todo tipo, y hasta apropiaciones de otras locaciones cubanas que caben bajo su sombra; pero la mejor parte es la descripción de un carácter y un estilo de vida, del que los habaneros nos sentimos orgullosos.
Desde el primer cuento, sobre el origen del
nombre de La Habana, el libro muestra la sutileza de su vuelo; con una historia
que bordeando tradiciones, resulta geométricamente opuesta al mito de Apolo y Dafne;
explicando con esta complementariedad mucha de nuestra singularidad antropológica,
y todo en el alcance; es decir, sintetizado como cultura por la mano que
lo escribe, y no como un mamotreto de amaneramientos exhibicionistas. Todavía
como alarde de oficio, a pesar de la falta de manierismos, Valdés se atreve a
jugar con los tiempos; y en alguna que otra historia enlaza dimensiones supra
temporales, con el salero y la gracia de la gitana tropical que le gusta reconocerse.
Valdés es una escritora con su prestigio asentado por un mercado consistente, que sólo la soberbia —ese pecado nacional— oculta para sus connacionales; de lo que tendrán que lamentarse ellos y no ella, aunque sólo sea cuando sus respectivos Ananías les quiten las escamas de los ojos, como a Saulo. En el entretanto, todo el que quiera podrá disfrutar de una prosa simple y directa, que no desconoce la belleza en su funcionalidad; una filigrana finísima, que recuerda incluso los trabajos de campo de Samuel Feijoo con aquello de Leyendas cubanas. Esa es la experiencia que espera a quien se acerque a este libro, que para colmo de delicias se encuentra en todos los formatos posibles; devolviendo al acto de leer ese sentido primigenio, que ha perdido entre los manierismos del verdadero mal gusto que es el falso elitismo.
Valdés es una escritora con su prestigio asentado por un mercado consistente, que sólo la soberbia —ese pecado nacional— oculta para sus connacionales; de lo que tendrán que lamentarse ellos y no ella, aunque sólo sea cuando sus respectivos Ananías les quiten las escamas de los ojos, como a Saulo. En el entretanto, todo el que quiera podrá disfrutar de una prosa simple y directa, que no desconoce la belleza en su funcionalidad; una filigrana finísima, que recuerda incluso los trabajos de campo de Samuel Feijoo con aquello de Leyendas cubanas. Esa es la experiencia que espera a quien se acerque a este libro, que para colmo de delicias se encuentra en todos los formatos posibles; devolviendo al acto de leer ese sentido primigenio, que ha perdido entre los manierismos del verdadero mal gusto que es el falso elitismo.