La invasión a Ucrania ha revivido
argumentos políticos, tratando de entender las razones de la agresión de Moscú;
y en este sentido se citan violaciones
al tratado de Minsk, sobre la militarización de Ucrania y la expansión de la
OTAN hacia el Este. Sin embargo, ya el tratado de Minsk habría sido sólo un apaciguamiento
de la frustración de Moscú, desde la caída de la Unión Soviética; que por otra
parte, tampoco se comporta con la consistencia corporativa de un gobierno
federado, sino como una dictadura personal.
En realidad, la guerra en Ucrania sería sólo
una representación del enfrentamiento entre Rusia y Occidente; que comenzó con
la caída de la Unión Soviética y la formación de la Unión Europea, sobre la
base de la anterior Comunidad Económica Europea; en tanto esta, junto a la
OTAN, eran el balance al Pacto de Varsovia, como comunidad económica y militar
de la alianza del Este. Sin embargo, esa sería también la primera falacia
política, sobre la que se construye la política defensiva del sistema ruso; ya
que ni la OTAN ni la UE estaban en función de otra cosa que de la
administración misma de Occidente, dado como un bloque en sí; que resultado de
la II WW tiene que conformarse al tiempo de su recuperación, condicionada por
la ayuda y la iniciativa estadounidense.
Ese esquema también obvia la realidad del área
socialista, como concesión incluso planificada de Occidente; que en la
coyuntura de la Guerra Mundial,
aprovecha el giro de la ofensiva de Stalingrado, pero sólo para encargarle el
frente oriental, no para ganar la guerra. La prueba de esto último fue el
retraso intencional de todas las tropas occidentales, para dar tiempo a las
tropas soviéticas a que entraran en Berlín; dando cumplimiento a los acuerdos
de Yalta, pero desde las proyecciones de Occidente con la industrialización de
la economía rusa, con la entrada del siglo XX.
En esa misma realidad, y pese a las
apariencias, la diferencia entre uno y otro lado no era el carácter dictatorial
de la URSS; sino el liberal de la dictadura occidental, dada en el gobierno de
las grandes corporaciones económicas; respecto al de la soviética como oriental,
que identificaba en la solidaridad de los pueblos el ansia imperial de su
propia tradición. Eso entonces es consistente con sus respectivas tradiciones
políticas, igual de autoritarias, pero respectivamente autocrática y liberal;
con momentos de solapamiento perverso, como cuando Francia se encandila con el
absolutismo imperial chino (Luis XIV), conduciéndola al exceso que la quiebra.
Recuérdese aquí que la crisis económica, que desemboca en la revolución
francesa es producto de una manipulación; en la publicación por el ministro de
economía de Luis XVI de los gastos de la corte, obviando las partidas de la
corona hacia la revolución norteamericana, que eran las que drenaban la
economía.
El espíritu imperial ruso —transmutado en
la solidaridad proletaria— es lo que se frustra con la caída del bloque soviético;
y es lo que no comprende la fascinación prooccidental del gobierno liberal de Gorbachov,
conduciéndolo a la crisis del golpe de estado de 1991. De esta coyuntura emergería
la figura de Boris Yeltsin, pero como contrapeso coyuntural y no como visión
política con proyección de estado, de ahí su debilidad; y en esa precariedad es
que se propicia la aparición y desarrollo de la personalidad de Putin, como el
desastre de la IWW produjo la de Adolfo Hitler. Figuras hitlerianas no han
faltado, pero ninguna había encontrado una coyuntura mundial como del 2022; ni
siquiera el mismo Putin, cuando se anexó la península de Crimea (2014), y
consiguió que se le apaciguara con los acuerdos de Minsk.
El fracaso soviético responde a su artificialidad,
como conjunto de compulsiones mal organizadas en la ideología comunista; pero
posible y hasta necesaria, en los juegos de las oligarquías occidentales, tan
sujetas a la decadencia como cualquier otra. Pretender que Europa ha superado
el trascendentalismo político de Carlo Magno es desconocer su historia,
encarnada en el imperialismo norteamericano; cuya única diferencia respecto a
cualquier otro, es la mayor flexibilidad que le confiere el liberalismo
económico, para sobreponerse a la inevitable esclerosis corporativa. Eso sería
justamente lo que fallara, como obsesión de un gobierno definitiva y
abiertamente corporativo, con la imposición de Hillary Clinton en las
elecciones del 2016; propiciando el neo hitlerismo de Donald Trump, como
reacción natural —y en ello proporcional—, y con ello el debilitamiento de esa
capacidad corporativa —dictatorial en tanto autoritaria— del liberalismo
norteamericano.
En ese contexto, la violación de los
acuerdos de Minsk es sólo una justificación, que renueva la confrontación;
dirigiéndose a la restauración imposible del área de influencia soviética, como
cumplimiento a su vez del ansia expansionista del viejo imperio ruso. Como
resultado paradójico, esto sólo habría producido la revitalización definitiva
de la Unión Europea; que naciera muerta, en las mentes frías del corporativismo
económico, y no de la factualidad del forcejeo político que la está trayendo a
la vida con el desastre de Ucrania.
Si está guerra produce un fin, va a ser la
nueva hegemonía europea, como base hasta para la decadencia norteamericana; en una
nueva apoteosis de Occidente, que supone una contracción a su misma génesis
como cultura; o en cambio, una devastación tan total, que sólo la alternativa asiática
—por su poder tecnológico real— pueda suplir un modelo de gobernabilidad
política. En la transición desde la era arcaica a la antigua, fue esta dimensión
de desastre la que propiciara el desarrollo del capitalismo; como base para la
democracia griega, con la expansión económica de los fenicios, sobre el vacío
político provocado por los cataclismos geográficos.
La falacia estaría en no ver la naturaleza
dictatorial que también impulsa este desarrollo, al que sólo le confiere mayor
flexibilidad en el modelo democrático; pero sin que consiga sobreponerse por
completo y nunca a una base oligárquica, dada por el manejo de capital, como
condición de naturaleza. No habría por tanto razones de Moscú, ni históricas ni
metafísicas, sino pura bestialidad compulsiva de lo humano; sólo racionalizable
en la convencionalidad política que pueda proveer en su inteligencia, pero sin
ánimos de trascendencia en su pragmatismo.
Ese pragmatismo explicaría incluso la
incapacidad de los territorios marginales para jugar en esta liga, siquiera
como emergentes; reconociendo al final, que tanto la democracia como la
oligarquía son sólo estados superpuestos de la complementariedad misma de la
cultura. Ese mismo pragmatismo vería las semejanzas de la dictaduras de Putin y
la de Hitler, en su fuerza corporativa; en definitiva, fue por eso que tuvo
flexibilidad suficiente para bailar la danza macabra que acabó la IIWW; como puede
hacerlo ahora, pero sólo si restaura su dependencia de la maniobrabilidad
económica contra su propia tendencia a la esclerosis del corporativismo
político.
En definitiva también, es un error creer
que fue la maniobrabilidad de Occidente la que acabó con la URSS, y no la
esclerosis de su corporativismo; que difería del occidental en que carecía de esta
flexibilidad económica —no en que fuera dictatorial—, dividiendo su área de
influencia económica en especializaciones; con la misma ineficiencia que repetirá
Occidente desde entonces, hasta la crisis de abastecimiento por su dependencia
con China. Así también, si la esclerosis soviética no hubiera permitido el proccidentalísimo
de Gorbachov, Occidente seguiría jugando al tenso equilibrio de la guerra fría;
que de hecho había conseguido una estabilidad sin dudas insostenible, sólo que
a costa de esta expansión económica que ha descarrilado al mundo en su
corporativismo.