Siempre rebelde es la traducción al español de Always rebellious, el
nombre en inglés de Cimarroneando; imposible saber por qué el título
tiene esa innecesaria complejidad simbolista, y no la sonoridad del término
exacto. En cualquier caso, es un libro que rompe con la poética de Georgina
Herrera, incluso si su propia madurez derivaba en esa dirección; porque se
trataba de un proceso, pero como un estado superpuesto, en que ella danzaba con
su circunstancia, ya en la vejez y el retiro.
Eso es importante, porque se trata del viraje más drástico en su vida, que
implicaba cierta irrelevancia profesional; como un obstáculo irremontable, para
una persona que perdía el centro de su vida como dramaturga de radio. Eso, en
medio de la crisis de la última década del siglo XX cubano, le habría abierto
las puertas de la identidad; en una jugada que se prestaba de paso al
mercantilismo académico norteamericano, en su tráfico de negritudes y
populismos sociológicos.
Como singularidad, este era un caso consecuente, porque no era discursivo
sino de profundo sentido existencial; no importa si complementado por el afán
de exotismo folclórico de los blancos académicos, en su búsqueda de buenos
salvajes. Se trataba del tráfico de los espejitos del favor institucional, por
el dorado de una expresión auténtica; legitimada por su extracción humilde para
el énfasis, y las propias necesidades y urgencias a satisfacer.
El núcleo de la poética está a salvo de esa circunstancia, y comunica otra
legitimación a ese desarrollo; pero esta
propiciada por esa sed de mercados indígenas, en el populismo liberal al uso.
Hay que trabajar entonces, para separar aquí el polvo de la paja, sobre todo
cuando a veces el polvo es paja y viceversa; porque el cinismo de la
transacción viabiliza la expresión pura, y la refuerza hasta con sus vicios de
política.
Desde el nombre, Cimarroneando muestra que se trata de una
transacción impuesta en la circunstancia; no ya por el poco gusto del Siempre
rebelde, sino por la nimiedad de no comenzar con la G, el sello de
la autora. Argumento que se refuerza con la génesis del libro, en la edición
artesanal de su núcleo primero, con el título de Gritos; de modo que se
deja ver el carácter más o menos forzado, si bien con el consentimiento de la
autora, pero todavía impuesto.
Todavía está el otro elemento, del desarrollo en paralelo de un proyecto puramente
sentimental; de la mano del hijo (Gritos) con el amante eterno y
fallecido como centro, titulado Girando sobre mí misma. El proyecto
quedó detenido por la muerte, esperando un desarrollo póstumo con ilustraciones
de ese amante; un conocido escultor cubano, famoso por su historias de
Casanova, pero siempre vuelto al redil.
Es eso lo que deslegitima a Cimarroneando, como intento discursivo antes
que reflexivo, que es lo propio de Herrera; en cuyo alcance existencial —no
sociológico— afloraría lo mejor de su poética, en diálogo increíble con W.E.B.
Du Bois. Como Du Bois, Hegel del negro, Herrera agradece el acercamiento del
elitismo liberal al arte de los negros; pero como en él, este agradecimiento
desconoce el comercialismo —bien que político y no económico — de este
acercamiento.
Eso es interesante, porque aún si ingenuo, muestra voluntad de inserción y
desarrollo derivativo antes que confrontacional; la elusiva función característica
con que lo negro puede impulsar la renovación de Occidente. Pero eso negro en
tanto referencia antropológica (hermenéutica) y no política, al África como
elemento integracional; y África —más que lo negro— era una presencia
persistente en la poesía de Herrera, a través de su propio origen; como ese
referente abstracto, pero sin eco en ese entorno social, poblado por su propia
evolución humana, de GH a Gatos y liebres.
Incluso en este contacto con el interés académico norteamericano, lo negro sigue
siendo africano y no cubano; algo que debería llamar la atención como
autenticidad existencial, más que la frivolidad del discurso político. Esa es
la insuficiencia de la constricción de su poética a las quejas de falsa
humildad, en una mujer tan orgullosa; tanto que cuando no era esnob ya
postulaba su identidad africana —más que negra— como propia de su singularidad
estética.
Es ahí que resalta la coherencia, en relación con su poesía de tema no
negro, coincidiendo en lo existencial; al postularla como reflexión
trascendente, en lo que eso existencial adquiere este sentido ontológico. Eso
es difícil de entender, cuando se trata de satisfacer una exigencia de mercado,
no importa si académico; que es lo que hace tan sospechosos estos acercamientos,
sobre todo en el recurrente origen étnico de sus promotores.