Saturday, May 4, 2024

Otra del Delmontismo

La contradicción de si hubo o no una conspiración de la escalera se disuelve banal, ante su peso en la historia de Cuba; la verdad, como concluye el historiador Paquette[1], estaría en el medio, por su misma posibilidad. El clima era de insurrecciones de esclavos, en medio de las conspiraciones abolicionistas inglesas; como base histórica eso es suficiente, en tanto resume la situación actual, aunque sea de modo general.

A eso es a lo que responde O’Donnell, presionado por los intereses en colisión de España, Estados Unidos e Inglaterra; de donde que naturalmente, el episodio se denomine negativamente, por su método de represión; no positivamente, por algún elemento de la insurrección —algún líder, lugar, fecha—, sino en su carácter genérico. En definitiva, de lo que se trata en La Escalera es del estatus quo, que sí estaba amenazado, siquiera por el clima político; haciendo de Aponte un mártir con valor simbólico, por lo injusto —incluso para los parámetros de la época— del asunto.

Lo importante aquí sería la enormidad de factores confluyendo en el conflicto, comenzando por la misma esclavitud; que desarrollada como mecanismo de producción desde la ocupación inglesa, ya era superada por la máquina de vapor. Esto no sólo explica la fuerza del abolicionismo inglés, con su fuerte industrialización de la economía; sino también el peligro de una hiper democratización de la sociedad, con la liberación masiva de los esclavos negros; lanzándolos en una espiral de desarrollo capitalista, como nueva burguesía que quiebra la base feudal del poder político colonial.

De ahí que la abolición fuera atractiva para la sacarocracia cubana, pero sólo si condicionada políticamente; con la importación población blanca y la depresión de la negra, manteniendo el equilibrio económico como político. De ahí la importancia de la jurisdicción administrativa de Estados Unidos, a salvo de la del liberalismo inglés; que en su expansión procapitalista no duda en pactar con subestructuras mestizas, como en el resto del Caribe.

Al respecto, la sacarocracia cubana no era realmente capitalista, aunque debiera su desarrollo al capitalismo; sino que era feudal, basada en la organización política de una economía corporativa antes que burguesa. Esa frontera es porosa, como demostrara el aburguesamiento de la aristocracia inglesa, con su economía de plantación; pero el momento está además distorsionado por el ilustracionismo francés, no sólo por el industrialismo inglés. De hecho, ambos se funden en el reciente independentismo norteamericano, sostenido por la aristocracia francesa; y al que mira el anexionismo cubano con la misma ambigüedad de clase, pero sobre todo huyendo de la debacle haitiana.

O’Donnell pone fin a todo eso, viabilizando la estabilidad de la sacarocracia cubana, que es también ilustracionista; de pretensiones que subliman el independentismo cubano, después de darle lugar con su constante ambigüedad. Esto explica la otra ambigüedad de ese nacionalismo, mimetizando el segregacionismo norteamericano en su burguesía; que en definitiva sí era pronorteamericana desde su inicio como clase, en oposición al peninsularismo popular.

Es la misma contradicción que aflora permanente, desde la aparición grosera de Batista en el panorama político; cuya violencia es típica y recurrente de esta cultura, pero a la que añade ahora su mestizaje y ascendencia popular. Eso es lo que no le perdona la burguesía, alimentando el resentimiento de la clase media, ilustrada y blanca; al punto de firmar el peor de sus pactos históricos bajo la misma anuencia norteamericana, bajo el ceño fruncido de su minoría católica. Es a eso a lo que se opone Cinto Vitier, acaparando la vitalidad conspirativa de Orígenes en el rechazo de Piñera; pero también el nuevo canonicismo de Piñera, aupando el de la nueva burguesía —no católica— con su legitimación; que es anti vitierana pero igualmente blanca, como el mestizaje caribeño, que es igualmente racista.

Francisco Morán y el Delmontismo cubano

En un análisis tan agudo y audaz, Francisco Morán identifica los vicios de una poética nacional en su base delmontina; a la que reconoce extendida en el desarrollo de un canon, por la dupla de Cintio Vitier y Fina García Marruz. El motivo es la culpa de Domingo del Monte en el proceso de La Escalera, que tanto pesa en la historia cubana; y que parece deberse a una denuncia solapada del padre de la vida intelectual en el país, como una determinación fatal.

Nunca ha podido probarse de modo fehaciente esa conspiración, pero su marca en la historia del país es indeleble; peor aún si como parece, se debió a esa denuncia falaz del que Martí postulara como más útil de los cubanos. Esto es importante, porque esta es la base de esa cultura de círculos ilustrados y combativos que triunfa en 1959; como una ofensa ante el asalto de su falsa democracia por la violencia política de sus clases marginales, en el gobierno de Batista.

La historia de Cuba y su cultura es así hasta maniquea en su determinismo, como grosera reducción dialéctica; que en su horror de lo real, lo reduce a la primariez del negro y su amenaza antillana desde Haití. La agudeza de Morán está en relacionarlo todo con el rechazo canónico de Virgilio Piñera y su isla en peso; a la que el triduo de Baquero, Vitier y Marruz, niegan la esencialidad cubana, por su demasiado antillanismo.

La contradicción es curiosa, porque La Habana no es ciertamente antillana dino atlántica; si recuerda a las culturas de la cuenca es porque todas son españolas, incluso las de ascendencia inglesa, francesa y hasta holandesa. Pero tampoco La Habana es Cuba, y esos aires atlánticos suyos sólo llegan a Matanzas; separándose del resto de la isla con el hiperdesarrollo por la ocupación inglesa, que provoca las pretensiones políticas de Oriente.

Pero sobre todo eso se alza la obscenidad de la ilustración criolla, con esa manipulación de intereses geopolíticos; tratando de provocar una intervención norteamericana, que al menos les garantice la supremacía racial. Esto explica el ni tan solapado racismo de la ilustración nacional, mimetizando la sociedad norteamericana; que no se trata sólo de la cultura campesina de los estados del Sur, sino incluso de su industrialismo norteño; porque en definitiva se trata de mantener una supremacía de clase, definida —ya que no determinada— racialmente, por su economía.

Eso es lo que molesta a Morúa Delgado del liberalismo de Villaverde, que es delmontino como todo lo que vale y brilla; la viciosa doblez, la hipocresía política de su falso humanismo, que desconoce toda realidad en su idealismo. De ahí la culpa de esa ilustración, ofendida por la grosería batistiana, en los destinos del pueblo cubano; de esa raíz que se precia del afrancesamiento, como el vicio que corrompe con sus contradicciones ideológicas todo industrialismo.

Esta agudeza de Morán es incluso como una venganza redentora, que descubre de las interioridades modernistas; a las que le arrastrara la palidez de Casal, pero como el fantasma que te conduce a las marismas para mostrarte el horror. Habrá que conceder la naturaleza de ese conflicto primero, que expande su ambigüedad por toda la cultura cubana; y cuyo nombre lo toma precisamente de la represión del gobierno, no de la supuesta conspiración en que se basa.

En definitiva, O’Donnell, como institucionalidad de la cultura cubana, sí respondía a un clima de conflicto; no a un conflicto concreto —cuya realidad o no es ya banal— sino a la naturaleza de esa realidad específicamente cubana que es su cultura. Con esto, lo que hace O’Donnell es simbolizar en sí ese carácter opresivo y victimario, y en el negro su carácter de víctima; que pervive en la negritud cubana, negada a verse a sí misma en el terror de esta violencia ni tan sutil.


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