La contradicción de si hubo o no una conspiración de la
escalera se disuelve banal, ante su peso en la historia de Cuba; la verdad,
como concluye el historiador Paquette, estaría
en el medio, por su misma posibilidad. El clima era de insurrecciones de
esclavos, en medio de las conspiraciones abolicionistas inglesas; como base
histórica eso es suficiente, en tanto resume la situación actual, aunque sea de
modo general.
A eso es a lo que responde O’Donnell, presionado por los
intereses en colisión de España, Estados Unidos e Inglaterra; de donde que
naturalmente, el episodio se denomine negativamente, por su método de
represión; no positivamente, por algún elemento de la insurrección —algún
líder, lugar, fecha—, sino en su carácter genérico. En definitiva, de lo que se
trata en La Escalera es del estatus quo, que sí estaba amenazado, siquiera por
el clima político; haciendo de Aponte un mártir con valor simbólico, por lo
injusto —incluso para los parámetros de la época— del asunto.
Lo importante aquí sería la enormidad de factores
confluyendo en el conflicto, comenzando por la misma esclavitud; que
desarrollada como mecanismo de producción desde la ocupación inglesa, ya era
superada por la máquina de vapor. Esto no sólo explica la fuerza del
abolicionismo inglés, con su fuerte industrialización de la economía; sino
también el peligro de una hiper democratización de la sociedad, con la
liberación masiva de los esclavos negros; lanzándolos en una espiral de
desarrollo capitalista, como nueva burguesía que quiebra la base feudal del
poder político colonial.
De ahí que la abolición fuera atractiva para la
sacarocracia cubana, pero sólo si condicionada políticamente; con la
importación población blanca y la depresión de la negra, manteniendo el
equilibrio económico como político. De ahí la importancia de la jurisdicción
administrativa de Estados Unidos, a salvo de la del liberalismo inglés; que en
su expansión procapitalista no duda en pactar con subestructuras mestizas, como
en el resto del Caribe.
Al respecto, la sacarocracia cubana no era realmente
capitalista, aunque debiera su desarrollo al capitalismo; sino que era feudal, basada
en la organización política de una economía corporativa antes que burguesa. Esa
frontera es porosa, como demostrara el aburguesamiento de la aristocracia
inglesa, con su economía de plantación; pero el momento está además
distorsionado por el ilustracionismo francés, no sólo por el industrialismo
inglés. De hecho, ambos se funden en el reciente independentismo norteamericano,
sostenido por la aristocracia francesa; y al que mira el anexionismo cubano con
la misma ambigüedad de clase, pero sobre todo huyendo de la debacle haitiana.
O’Donnell pone fin a todo eso, viabilizando la
estabilidad de la sacarocracia cubana, que es también ilustracionista; de
pretensiones que subliman el independentismo cubano, después de darle lugar con
su constante ambigüedad. Esto explica la otra ambigüedad de ese nacionalismo, mimetizando
el segregacionismo norteamericano en su burguesía; que en definitiva sí era
pronorteamericana desde su inicio como clase, en oposición al peninsularismo
popular.
Es la misma contradicción que aflora permanente, desde la
aparición grosera de Batista en el panorama político; cuya violencia es típica
y recurrente de esta cultura, pero a la que añade ahora su mestizaje y ascendencia
popular. Eso es lo que no le perdona la burguesía, alimentando el resentimiento
de la clase media, ilustrada y blanca; al punto de firmar el peor de sus pactos
históricos bajo la misma anuencia norteamericana, bajo el ceño fruncido de su
minoría católica. Es a eso a lo que se opone Cinto Vitier, acaparando la
vitalidad conspirativa de Orígenes en el rechazo de Piñera; pero también el
nuevo canonicismo de Piñera, aupando el de la nueva burguesía —no católica— con
su legitimación; que es anti vitierana pero igualmente blanca, como el
mestizaje caribeño, que es igualmente racista.
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