La generación cubana que hoy se acerca con
curioso temor a los sesenta tiene varias peculiaridades, casi todas mitos que
desarrollaron en sus vidas; lo que es comprensible, si vivieron en una mitología,
en la que el concepto de heroísmo era un objeto dramático suficiente y
atractivo, capaz de sostener una estética. Esa sería quizás la singularidad mayor, como efecto del
tiempo y circunstancia que dio lugar a esa generación; la estética, que era sin
embargo ambigua más que claramente épica, porque a diferencia de la epopeya
clásica envolvía más sentimentalismo que estoicismo. Así esa generación es
prolífera en cultos espurios y excesivos, casi siempre alrededor de una
personalidad; cuyo carisma es sin embargo innegable, aunque no así los valores
que se le atribuyen, como las facetas en que los hombres desmiembran la unificiencia
de su dios en varios.
Tal es el caso de Lichi Diego, cuya mejor virtud
probablemente sea haber sido el delfín —es un decir— de la familia Diego; lo
que quizás no la diga mucho a nadie, hasta que uno completa el nombre y deja
claro que se trata del entorno idílico del notabilísimo Eliseo de Jesús de Diego y Fernández-Cuervo. Se
trata entonces de uno de los autores más emblemáticos de uno de los fenómenos
literarios más emblemáticos de ese emblema que es la literatura cubana; es
decir, se trata de una prosapia, que se concretó en un tipo con mucha suerte a
los ojos de muchos que no vivieron los problemas que tuvo. Igual, castas
siempre hubo, en Cuba y en todas partes, y la de la familia Diego con razón y
causa; sin embargo, el culto de Lichi es otra cosa, una experiencia sostenida
en la tradición mítica cubana, con mucho de carabalí —padre macho y sangrón— y
una pizquita de madre patria. Es un culto en el que se recitan los mantras con
que se nombra la divinidad, pero no musitándolos sino a puro grito y con
palmadas en la espalda; y que sin orden necesario, rezan más o menos
hombre-amigo-duro-noble-generoso-cúmbila-… y escritor empinga’o.
Eso es curioso, porque es cierto que Lichi Diego escribía como los
dioses, sin por alguna razón la fuerza misteriosa de su padre; es decir, era
uno más de esa generación over educated, con un destino manifiesto en la
literatura, en su caso hasta por herencia y genética. Un analista perspicaz caería
en la cuenta de que no fue tan prolífico en la poesía como en la novela, y nada
del mazazo paterno con el cuento; como un signo que un poco borgeanamente
significaría ese esfuerzo espurio por tratar ser intelectual, que es la manera
más patente de no serlo. Esa es otra característica de esa generación cubana,
que incluso sólo acentuaría lo que ya iba siendo una tradición de la cultura
revolucionaria; que antes del mito de Lichi Diego tuvo el de Luis Rogelio
Nogueras, y hasta en la franca oposición y disidencia ofreció el de Reinaldo
Arenas, también excesivos pero sin la prosapia.
Excepción —que siempre la hay— la de Jorge Dalton, puede que porque su
experiencia fuera también más genuina; primero, por gozar de esa otra prosapia
del prestigio intelectual de su padre, el poeta salvadoreño y mártir
revolucionario Roque Dalton; pero además, porque eso lo insertaba más
exactamente en ese contexto de épica revolucionaria y enaltecimiento romántico,
que encuentra en la juventud su mejor expresión. Jorge Dalton, a diferencia del
resto del santoral de esa generación cubana, aportaría esa singularidad de su
propia ascendencia; junto a otra cosmología, como su procedencia del fuerte
mundo indígena continental, que a los cubanos nos abruma un poco por sus
dimensiones hasta poéticas. Jorge, también, y a diferencia del resto, optó por
el cine y la televisión, lejos de los conflictos de sospecha por el género en
los otros; quizás porque era más auténtico o lo era su experiencia, que así
habrá sido también más controvertida y con un dramatismo distinto.