Lala Land, o la inconsistencia de un americano en París.
En su convencionalismo, la crítica
profesional muerde el publicitado anzuelo del homenaje de esta película a Rebelde sin causa; que es cierto pero
secundario y snob, como casi todo en ella, y que por tanto descuida sus mejores
recursos. El resultado es un producto de calidad mixta, con saldo positivo pero
en términos relativos y no absolutos; con paradojas como el guiño evidente pero
desapercibido al clásico francés de Los
paraguas de Cherburgo, que sí lo define y determina estéticamente. Más aún,
se agradece el ascendiente de Coppola, que campea en este filme como el canon
dramático de Corazonada (One from the heart); como un carácter
que no cuaja pero al menos promete a todo lo largo del film, hasta la apoteosis
previa al final.
Lala land
es así un compendio de cosas con calidad variable y más bien inconexas, a pesar
de su cuidada dramaturgia; lo que se debe a la profusión de efectos y
gratuidades, que la hacen bandearse sin mucho sentido propio. Así, aunque
aludiendo a esa estética europea de Jacques Demi y Michel Legrand, Lala land se reconoce en la tradición
del musical norteamericano (Un americano
en París); que es de donde proviene su debilidad, pues trata de recrear el
trascendentalismo europeo y no la dulce banalidad en que se sustenta. Con ese
devaneo, la mayoría de los números coreografiados son tan espléndidos como
gratuitos y excesivos; lo que es pecado grave en arte, sobre todo cuando se
tienen tantas pretensiones, porque se pierde la posibilidad de un perfil
propio.
Entre los desaciertos más escandalosos,
sobresale el número de tap en que ella tiene que cambiarse los zapatos para
poder bailar; haciendo previsible todo lo que debería desarrollarse de modo
espontaneo, cuando toda la escena es tan zonza que depende de esa
espontaneidad. Tanta inconsistencia se entiende si se observa la —más bien
corta— trayectoria propia del director, con mucho culto a su propia y supuesta genialidad;
bien que disimulado como un culto al no menos supuesto espíritu del jazz, que
resalta aquí en una ontología más inconsistente que discurso de pastor
evangélico. Como falso pragmatismo crítico, el filme cuenta con el discurso y
la voz del fabuloso John Legend; que pareciera recordarle al insulso y atrevido
Sebastian (Gosling) lo que es, una gota de leche en un vaso de moscas.
Sin embargo, tanta referencia
requeriría un acercamiento mesurado a la estética personal de este director;
que con sólo un par de documentos sobre su propio snobismo, todavía está por
demostrar que merece tanta y tan especializada atención. Entre lo que no es
negativo pero tampoco positivo está el reparto, que tiene que lidiar con la
estructura musical sin personalidad suficiente para ello; desde un Ryan Gosling que no es Gene Kelly ni mucho menos Fred Astaire,
a una Emma Stone a la que no se le dan tan mal las rancheras. El problema es
que Stone es mucho mejor que Gosling, pero su personaje es el coprotagónico, no
a la inversa, y además depende del coreógrafo; él no es malo pero tampoco es
espectacular, está muy lejos de ser un monstruo de actuación y todavía el mundo
tiene memoria de los reyes del musical que fueron Astaire y Kelly.
Eso sí, y como
revelando la banalidad del director, Gosling pone lo que mejor tiene, y es el
perfil a contraluz con el flequillo sobre la frente; es decir, el cliché del jazzista
puro, que se fabrica la estética más falsa del mundo para justificar su propia
intrascendencia. Vuelta a los valores, está ese instante previo al final, que entra
en la introspección de
lo que la vida hubiera sido si no fuera lo que es; lo que hace además manejando
de un modo excelente un elemento sorpresa que no se debe revelar, y que
demuestra que es posible la buena dramaturgia; y se realiza en un segmento bastante
extenso, en el que se puede reconocer toda esa textura genial de la tradición a
la que responde. Lala land es
entonces como un twist, que recrea en su inocencia la metáfora de Un americano en París; como esa
reverencia esteticista al canon francés con el carácter robusto de lo
norteamericano, un drama al que se puede asistir a pesar de su inconsistencia.