Silogismo
Por Ignacio T. Granados
Cualquiera que se acerque sin mucho cuidado a
los sistemas religiosos corre el riesgo de ser atropellado por la extrema
sutileza del sentido de sus mitos; lo que se podría deber a que incluso como narraciones,
este sentido suyo es suscitar una impresión directamente traducible para los
sentidos, que sería por lo que la forma del concepto en cuestión es justamente
una imagen. En el caso de la regla de Osha que tejieron los negros en Cuba con
lo que trajeron de África, este sistema de creencias borda incluso lo
peligroso; ya que afectando las relaciones del creyente con dioses
particulares, puede partir de imágenes francamente erróneas, como que Oshún es
una mujer alegre o que Yemallá es la seria del grupo. En ese orden de cosas se inscribiría
la enemistad perpetua entre Shangó y Oggún, los dos emblemas guerreros del
panteón; y que si bien tiene sentido —y hasta justificación— se referiría más
bien a funciones puntuales que de carácter estructural; sobre todo porque
estructuralmente esta contradicción perenne se referiría a una capacidad complementaria,
que por tanto y ni tan paradójicamente los relaciona más que enfrentarlos.
De hecho la constitución misma
de estas divinidades los dibuja como los dos brazos de una cuerda que se tuerce
en sí misma, dialéctica; no tanto en el hecho de la hermandad, que no es
carnal, sino justo por esa misma diferencia, que sería en lo que se
complementen. Así, por ejemplo, Shangó,
que es el único dios producto de la deificación de un rey, es en el mito sin
embargo de origen divino; mientras que Oggún, una deidad tan absoluta que hasta
en su formación es ctónico, es una representación de lo humano como naturaleza.
El mito que explica esta extraña relación, lo hace haciendo a Shangó portador
de la fertilidad de Yemallá, como una
condición suya; que al adoptar al divino niño —expulsado del cielo— queda por
fin preñada de su esposo, un avatar humano de Obatalá; quien es a su vez, en un
avatar femenino, la madre real de Shangó, a quien tiene con otro avatar —también
propio— masculino, como Agayú Solá. Esta confluencia en Yemallá —que sería la
tierra como naturaleza de lo real— sería lo que proyecte a Shangó y a Oggún en
una relación complementaria; cuyo drama se hace vistoso en la rivalidad de
ambos por el amor de Oyá y Oshún respectivamente, pero que surgiría en forma
más dramática aún, en una transgresión tan grave que no se pude mentar en
consideración de Yemallá.
Histórica y antropológicamente
el mito sería más interesante aún, si se tiene en cuenta que ambos dioses
provienen de culturas distintas; que resultan fundidas por la fuerza del
sometimiento de una por otra, en un caso de sincretismo puramente africano, que
se forma como mito de justificación. Así en realidad Shangó es una deidad
yoruba, que es la cultura originaria de la actual Nigeria; mientras que Oggún
encabezaba el panteón de un reino más pequeño y vecino, conquistado por el expansionismo
imperial yoruba, y que era el antiguo Dahomey, en el actual Benín. Eso explica
el trasiego de divinidades y hasta la ambigüedad del origen de algunas, que al
cumplir funciones semejantes habrían resultado fusionadas; como la de Babalú
Ayé, sólo comprensible como reincorporación yoruba, por una autoridad de Shangó,
de una apropiación anterior por parte del Dahomey —Gangá—.
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En todo caso la simetría es
perfecta y bella en sus correspondencias, como sólo la sofisticación intelectual
del símbolo del Tao; con un Shangó divino de origen humano, complementado por
un Oggún exactamente opuesto. El trazado es tan dialéctico —y con ello capaz de
explicar la naturaleza del universo— que será emulado a su vez por una lógica
tan perversa como la ley del silogismo; cuando reza que los contrarios y los
contradictorios son conceptos diferentes, en que los primeros se relacionan mientras
los segundos se anulan mutuamente. Sólo otro sistema igual de sincrético e increíble
ha sido capaz de semejantes imágenes y sutilezas, y no precisamente las
conciliaciones henoteístas y monolátricas de los monoteísmos; que de tan abstrusos
en sus racionalizaciones han llegado a confundir a sus profetas y doctores,
como el pobre Mahoma con sus versos satánicos y San Agustín con el problema de
la trinidad; sino sólo un sistema de dioses terribles y fieros como el Budismo
del extraño Tíbet, cuyo universo es la pura violencia sanguinolenta del sexo
que es también una danza y figura siempre el triunfo de la muerte.