Cuando se ha llegado al segundo tercio de La isla de las mujeres tristes, se
comprende entonces la euforia del jurado del premio de novela Verbun 2014 por
ese título; pero antes ha debido corregirse la perspectiva un par de veces,
comenzando por la definición misma del género, que no es que sea errada pero sí
bastante confusa. Entiéndase, difícilmente será este libro una novela en el
sentido clásico del término, con una acción tan dilatada que se diluye;
recuerda más bien aquel género efímero pero promisorio de la antinovela, con el
que los simbolistas se negaron a todo acuerdo con el criticismo racional de los
realistas; aunque, lo dicho, diluye las largas descripciones en unos
parlamentos que califican al libro más como un drama elegíaco; con sucesivos
solos, en que las Borrero acuden como ménades a destrozar el recuerdo de la que
las condenó a la locura. Por supuesto, cuando se ha llegado ahí se está
eufórico también, porque pocas veces la literatura cubana se ha atrevido a tanto;
esto es, a una ficción desmesurada, que de histórica sólo tiene los personajes
y alguna que otra referencia eventual, pero no precisamente el drama. Lo
curioso es que a todas luces eso es lo que pretende, y a lo que por tanto se
suelta como el aedo antiguo; sin más apoyo que el epíteto casual que aquel
usara como recurso nemotécnico, pero para recrear las situaciones más
escabrosas y delicadas, con esa misma languidez del modernismo excelente que
retrata.
Vale la pena repetirlo, este título —no
convengamos en el género— sólo tiene de histórico los personajes y alguna
referencia; su valor por tanto es el de la ficción total, que así explica la
probidad del premio, pero no su alcance verdaderamente literario. La isla de las mujeres tristes puede ser
así la recuperación de una práctica tradicional a la literatura cubana, que
mezclaba ficción y ensayo histórico antes del desastre reduccionista de sus
instituciones; y llama la atención porque su autora, Elizabeth Mirabal no es
literata de formación sino periodista, ajena por tanto —aunque sólo como
principio— a esos meandros de la teoría y la especulación estética. Eso, junto
a cierta inmadurez en las imágenes, anuncia que las mejores letras de la Mirabal
están por venir y serán cierta y estrictamente literarias; probablemente
(ojalá) ensayísticas, pero no en la árida investigación de archivos ajenos,
sino en la creación de los propios. Respecto a la madurez de las imágenes, es
contradictoria, pues usa una fraseología muy inteligente que acude al vuelo
poético; pero acude también a recursos que la abaratan, como cierta profusión
de intertextos, innecesarios en tanto carecen de valor referencial o paródico y
son netamente formales.
No obstante, que eso ocurra en un momento dado
del libro —junto a ciertos barroquismos visiblemente carpenterianos— y no a
todo lo largo del mismo, permite la certeza de que se trata de la gestación de
su propia madurez; que al fin y al cabo esta es una ópera prima, por muy
premiada que sea, y no es precisamente que no merezca el premio, como una luz
en la desolación de nuestro paraje literario contemporáneo. El libro es así magnífico
y vital, recreando un drama inusitado, que molestará a buena parte de esa
legión de cuidadores del museo de nuestra literatura; sobre todo por esa
intrepidez —muy fina, por cierto— con que se atreve en sus elaboraciones, partiendo
ya desde el matiz ligeramente erótico del encuentro entre Julián del Casal y el
sagrado Antonio Maceo; pero llegando a una recreación abiertamente erótica —finísima
también— entre Casal y el padre de las Borrero, un patriota suicida, atrevida aún
si extraída de un panegírico amanerado pero por lo típicamente modernista.
Además de eso, para quien lo pueda leer —y no
hay que tener un doctorado para eso— el libro abunda en un par de perversidades
sobre nuestra contemporaneidad; en alusiones que por innecesarias abaratan lo
que de otro modo hubiera sido un cristal labrado al estilo de los mismos que
evoca, pero que igual provocan una malévola sonrisa en el lector, lo que nunca
sobra. Eso sí, quien espere encontrarse aquí el panegírico de la virgen triste
saldrá trasquilado como un lobo que se vistiera de oveja; porque aunque sólo
revele el esfuerzo de su autora, este libro aspira a recuperar esa máxima
madurez perdida de nuestros predios, y en eso es muy digna. La isla de las mujeres tristes evoca en
sí misma una imagen de toda la literatura contemporánea, que en su vanguardia solía
ser un rompehielos descubriendo la Antártida; pero que siendo hoy un bucólico
paseo sobre nuestros lagos universitarios, en la seguridad de las barcas de
nuestras cátedras (¿catedrales?), ignora el bullicio pútrido del herboso fondo,
al que repentinamente se ha lanzado la Mirabal.