Samuel Feijóo en su propia grandeza
Si la experiencia de editar un libro
sobre Samuel Feijóo nos expone a la frescura y la riqueza de su tan singular
intelecto, la de insistir en su celebración nos expone a otras contradicciones;
por las que se revela su propio peso, en tanto figura incluso angular de un
momento también angular de la cultura cubana, y por ello con la capacidad de trazar
perspectivas aún en su muerte. Se trata de la reacción tan visceral que puede
provocar, dada la innegable intensidad de su activismo político; teniendo en
cuenta que gozó del reconocimiento normal a esta extrema singularidad suya, en
un panorama de represión incluso vulgar, del que de alguna manera participó. No
hay que justificarlo, ni tampoco es probable que lo necesite, pues al fin y al cabo
hijo fue de su tiempo; y esa inserción suya en ese tiempo suyo le habría de
granjear naturalmente el resquemor de los que de modo injusto serían marginados
por ese régimen vulgar del que participó y en el que se reconoció.
Feijóo no tiene el carácter pasivo
del mero funcionario al que accedió Onelio Jorge Cardoso, por ejemplo; fue una
luminaria con capacidad para generar y organizar sistemas, con los que apoyaría
o no aquello que entendiera. No obstante, y sin ánimos de contemporización, ya
está dicho que difícilmente necesite de justificación; porque fue como fue, y consecuente
con ello, no disminuye en nada su estatura cultural, aunque sí resalta su
compleja humanidad. Claro, habría que acceder a algún realismo y reconocer que
humanidad no es una naturaleza idílica y conciliadora; sino que por el
contrario, es un complejo y capaz de atrocidades enormes, en medio de la más
beatífica contemplación. Aún así habrá que reconocer la distancia entre
ideólogos y verdugos, que sin disminuir la culpa diferencia los roles; con lo
que también agudiza las perspectivas y la capacidad de error, que siempre es
individual.
Feijóo no era un santo, como tampoco
lo fueron las víctimas que se blanden de ese tan injusto tiempo humano que
vivió; dígase la arrogancia revolucionaria venida a menos de Heberto Padilla,
la otra arrogancia zorruna e intelectualoide de Guillermo Cabrera Infante, el
victimismo resentido de José Lezama Lima —bendito sea su nombre por los siglos
de los siglos— o la histeria inconsecuente de un inflado Reinaldo Arenas.
Frente a todos ellos, la pléyade oficial no desmerece ni por un punto, ni
siquiera por ese de su relación con el sistema; sobre todo si se tiene en
cuenta que el resentimiento de los otros reside en que fueron rechazados por el
sistema y no en que ellos mismos lo rechazaran, no importa la experiencia puntual
en que eso ocurriera.
Ese es el tipo de contradicción que
aún hace atractivo —por lo dramático— el acercamiento a ese tópico de la
cultura cubana, sobre todo la literaria; que pareciera una gran pasarela, en la
que las modelos de la última generación se ponen zancadillas agitando sus
contratos con las casas de moda que representan; que si Lezama como Dior o Arenas
como Carolina Herrera, Cabrera Infante como Oscar de la Renta… y así ad
infinitum. Da igual, de todas formas ya pasaron los tiempos en que esas
rencillas producían críticas enjundiosas; los tiempos son los de la mezquindad,
acarreados por la superproducción de sujetos estéticos sin verdadero interés ni
objeto… sólo en la pasarela. Curiosamente, uno de los dramas que sufriera el
auto denominado sensible zarapico de Villa Clara, sería el ajuste de la esfera académica
en una dirección más técnica; como si ya se previera lo que este exceso
artificial de carreras humanistas podría provocar en la redeterminación de las
culturas, y que le hiciera renacer de una revista en otra más amplia y menos
funcional, más suya, como su propia grandeza.
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