Tratado acerca de la novela
Jorge Volpi hace una defensa banal y en ella defectuosa
de la novela, los venerables Milán Kundera y Leonardo Padura se encargan de
hacer esa defensa más coherente y positiva; no sólo eso, sino que de hecho la
justifican en una funcionalidad que la hacen indispensable a la vida moderna en
esa positividad. Demasiado directa y racional esa positividad, sin embargo,
pareciera ser otra falacia, como toda justificación; esto, no importa la
estatura real de sus postuladores, establecida además por el pragmatismo mayor
del mercado, que es siempre confiable en tanto representaría los intereses reales
del consumidor, que es la persona real. En verdad, la confiabilidad del mercado
es conocidamente sesgada, en tanto este no es ya una transacción directa y
positiva; sino que respondiendo a manipulaciones de mercadeo, moldea al
consumidor en sus necesidades, imponiéndole unas innecesarias sobre otras
imperativas. De ahí la desconfianza por todo lo que se sostenga en discursos,
que al final responden a las necesidades del mercado; porque en perspectiva se
trataría incluso de otra manipulación, a la que se habrían prestado esos
postuladores en la exacerbación del ego por el éxito aparente. Se trata en esos
casos de la defensa del estilo de vida y no de la probidad del producto, que en
definitiva sostiene al autor; y que por ello lo engarza a un sistema cuya
crítica tiende a hacerse ineficaz, justo por la otra eficacia de estas manipulaciones
del mercado.
La prueba de eso estaría en el carácter
fuertemente ético y no estético de las reflexiones que proponen, que es lo que
hace que sus estéticas sean funcionales; lo que en detrimento de la objetividad
del esteticismo, velará sin embargo la eficacia verdadera de esa reflexión,
desviándola del alcance ontológico para centrarla en lo político. Es en eso en
lo que radica su carácter manipulador, por el que en definitiva sólo justifica
la existencia de esas instituciones que así postula; no importa si la ética que
propone resulta obvia y prístina en su racionalidad, como todas las
elaboraciones modernas, que han producido no pocos horrores. La novela después
de todo es un producto moderno, al menos en la madurez en que se la conoce hoy
día; lejos ya de la ingenuidad de los post trágicos griegos, cuando la poesía
lírica y la narrativa se impusieron al teatro y la épica con sus dramas
positivos. Fue la modernidad la que le impuso este funcionalismo, justo con el
surgimiento de la institucionalidad política de la cultura y el racionalismo;
que si bien tuvieron frutos probos, se debe a que todo en tanto real es de
alcances positivos y negativo en partes iguales, dependiendo el peso mayor de
la parte que se enfrenta.
No obstante, frente a esa racionalidad de la
novela moderna y su espíritu crítico hubo una opción más contemplativa y con
ello esteticista; fue el drama romántico, que desligado de la inmediatez de lo
político proponía una reflexión de carácter más ontológico, y con ello más
efectiva también. Con eso, la novela de hecho retornaba sobre el valor
analógico de la reflexión cognitiva, que era la calidad del antropomorfismo
representativo; cuya derivación en el sentido recto del pensamiento racional
dio lugar a la filosofía como una práctica reflexiva posterior al arte, en una
función de suyo contraria —por la objetividad—como ya se la representaba en los
panteones antiguos. La decadencia de la novela moderna es inevitable con la
postmodernidad, no importa lo que diga Volpi; lo que además responderá a los
ciclos naturales de toda evolución, a la que se niegan los estamentos exitosos
de cada período —con lo que resultan conservadores—; pero frente a ellos ya
habrá habido precursores que se atrevieron en las redacciones imposibles de la
nueva ficción, en que se rescata aquella la antinovela francesa como el ensayo
borgiano, o la estética incomprensible aún en su reivindicacionismo reflexivo de
Lezama Lima
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