Del Japón
Entre los muchos efectos estéticos que pueblan
la ceremonia del té, sobresale el del misterio (yugen); proponiendo esa
teatralidad por la que se acentúa el dramatismo de la puesta en escena, y con
ello su belleza; que es un estado de sublimación emocional, y por tanto apela
más a la percepción del objeto que al objeto mismo. Anclado en este efecto del
misterio —lo mistérico— está el otro, el de la temporalidad y la imperfección (wabi-sabi);
que supone que el objeto es más atractivo cuanto más efímero, y con algún
elemento de imperfección que acentuaría este otro dramatismo de su temporalidad
inevitable. Es habitual el contraste entre la cultura japonesa y la occidental,
que la mira con curiosidad y atraída por el ya lugar común de su misterio; que
no por repetitivo deja de ser efectivo, con ceremonias como esta del té, en
cuya repetida levedad se recoge toda la intensidad emocional del mundo.
No obstante, no es tan marcado el contraste, si
en el origen la cultura occidental se mueve por los mismos principios; como
cuando los sumerios —según comentario— concuerdan en que la perfección conduce
a la muerte, incluso si es porque en cuanto apoteosis es así final y estática
en su imperfectibilidad. Es decir, la estética sumeria que subyace en los genes
de Occidente coincide con la japonesa en su invocación mistérica; en ambos
casos se trata de la experiencia del sujeto ante el esplendor del objeto, en lo
que parece una exaltación del sujeto sometido al mismo en su contemplación.
No será gratuito entonces que la ceremonia del
té figure entre los ritos de reconciliación para los japoneses, con esa
dignidad en que no es sólo una chinería; es como un recordatorio al decadente
Oeste de que en su origen están las claves de su pervivencia, y que una simple
introspección (¿ontología?) podría bastar para su recuperación acelerada.
Después de todo, la ceremonia del Té es una tradición venerable, que se ha
incrustado vengativa en la occidentalización del Oriente; retraída como una
contracción —en la Cábala, cuando Dios se contrajo fue para hacer posible su propia
realización sobrenatural con la creación de la naturaleza, y fue Titsum—,
semejante a esas recapitulaciones fecundas como cuando Sócrates y San Agustín
culminan la sofística y la patrística.
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