Elíptica
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Hacía ya
rato que el culto había terminado y los otros sacerdotes estarían en sus cosas,
él ni siquiera se había quedado atrás con un propósito definido; la liturgia
respondía a la regla y eso garantizaba su efectividad, no era algo que se le
ocurriera cuestionar. El sol se había desplazado de la hendija en la pared, por
la que ahora se veía el campo que circundaba al templo; se asomó, nunca lo
había hecho y sintió el impulso, le llamó la atención la espalda encorvada del
campesino, que se volvió como si hubiera sentido el peso de la mirada. En
realidad lo había sentido, una presión distinta al ardor del sol y que le hizo
volverse hacia el majestuoso edificio que todo lo aplastaba en derredor con su
masividad; vio al monje y frunció el ceño intrigado, no podía comprender cómo
el otro conseguiría haberse trepado hasta el colorido rosetón sobre el arco
principal. Por supuesto, faltaba el cristal —que siguiendo la secuencia era uno
azul—, por eso podían verse uno al otro; pero el monje no estaba allí arreglando
la rotura, y de igual modo era intrigante la forma en que habría llegado hasta allí
sin los aparatosos andamios que lo hicieran lógico. Por alguna razón el otro no
resistió la mirada insistente e intrigada del hombre y se retiró del ventanal,
pero aún percibía el peso de esa mirada atravesando el hueco donde había estado
el panel azul; su perturbación era exagerada, no tenía motivo para sentirse interpelado
por la mirada de un tipo con el que no tenía nada que ver, como si él fuera un
monje y el otro un campesino.
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En efecto
—recordó mientras se sentaba—, estaba convencido de la naturaleza religiosa de
su vocación y de su trabajo; por eso eludía los cuestionamientos que le hacían
partícipe de una clase soberbia e hipócrita, aunque estaba convencido de su
honestidad. Ser profesor de filosofía en una universidad prestigiosa tenía su
precio, siempre lo había sabido; pero el precio era cada vez más alto, y aquel
hombre venía a ser un pretexto de su propia personalidad para insistir en sus
cuestionamientos. ¿Cómo miraría un monje egipcio al campesino que lo mantenía
con sus ofrendas?, obviamente con naturalidad; pero eran otros los tiempos, y
él se sabía un monje, tan mediocre como podía serlo un sacerdote egipcio, y
vivía de aquellas matrículas con que el sistema esclavizaba a la gente del
mundo real. De todas formas el malestar era de una naturaleza incomprensible,
pues todo se hacía siempre según las reglas que garantizaran la efectividad;
miró de nuevo a la hendija desde la oscuridad provocada por el continuo
desplazamiento del sol, no quiso volver a asomarse sino que le dio la espalda a
la abertura. Se dirigió el monje a sus propios asuntos, rezaba admirado de una
regla que todo lo había previsto; no sólo la necesidad puntual de la liturgia y
los sacrificios por los que se había consagrado al dios, sino también los
peligros del demonio del ocio sin contemplación.
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