Lágrimas en la lluvia, para un elogio de la lengua española
Sin embargo, lo cierto es que hasta esta
fonética es arcaica, como demuestran sus ramificaciones galaico portuguesas; no
por gusto, como lo indica ese primer nombre genérico, ha de provenir de la
cultura galesa que pobló Europa. El francés ha sido así una lengua reluctante
al desarrollo, trastrabillando entre acentos para conseguir una idea; que no
sólo será difícilmente comprensible, sino en ello mismo también de
connotaciones ambiguas por contextuales.
Otra cosa es el francés que muere agotado a
los pies de la modernidad, en la frustración de los románticos; incomprendidos
por igual para parnasianos y simbolistas, cegatos por la increíble rusticidad
de su lenguaje. No es por gusto entonces que el romanticismo español es otro,
no agotado de frustración sino vital; que no muere en la fatuidad del
vanguardismo, sino que se revitaliza en el barroco con que llega al nuevo mundo
como naturaleza.
Ambos romanticismos son contemporáneos,
pero separados por la línea de los Pirineos, que saltaron los franceses; no es
por gusto tampoco que esa es la frontera de Europa, tras la que persistió el
feudalismo y se desarrolló el capitalismo. Esa es la contradicción que subyace
en el realismo implícito a la lengua española, frente al racionalismo francés;
que es obtuso, porque carece de esa flexibilidad que permite al español una
representación más adecuada de la realidad.
Al final se impondría la vanguardia artística,
como el racionalismo crítico y el humanismo político, hasta su muerte por auge
excesivo; queda entonces la posibilidad de regresar a las ramas altas del
pensamiento pausado y no feroz, tras la caída del telón de la modernidad. Toca
descubrir que el llamado capitalismo moderno es una falacia, que camufló en el
rigor moralista el autoritarismo feudal; mientras que la persistencia —entonces
arcaica— del feudalismo ibérico permitía un condicionamiento eficiente del
mismo desarrollo.
Para nadie es un secreto que la oposición directa del pensamiento francés con el alemán es también derivativa; pues en definitiva se trata de la misma cultura básica (ostrogoda), que se subdivide por su extensión territorial. De ahí la singularidad del español, cuya base visigótica no llega a diluirse del todo en la del otro lado; primero, por la salvaguarda de la invasión árabe, que introduce sus propias variantes, imprimiéndole mayor flexibilidad; pero también por esa barrera pirenaica, sólo atravesada por los románticos, pero desastrosa hasta para la grandeza de Carlos.
Lo cierto es que la oposición más directa
será franco-alemana y con la cultura inglesa, de desarrollo más pragmático; y
que aunque compartiendo un origen común con los germanos, no es ya por la base
gótica sino muy posterior. En definitiva, los cuestionamientos modernos pueden
provenir de la incomprensión cartesiana del realismo; que no sería de
Descartes, sino de la incapacidad de los maestros franceses de transmitir la
variación jesuita del realismo.
Todavía hoy el mundo se enfrenta al
problema del dasein heideggeriano como básico de la filosofía, que es el del
Ser; pero sólo por la incapacidad de esas lenguas germánicas de separar los
verbos de ser y estar, para conseguir una conjugación comprensible. Al fin y al
cabo, todo comienza con la gramática en el Órganon aristotélico —no platónico—,
y el error puede consistir en esa sutileza; no que tenga derecho sino razón
—para acudir a San Agustín—, que es como tener un poco de aire atrapado en la
mano, lágrimas en la lluvia.