Saturday, January 23, 2021

Humanismo

 

Thursday, January 21, 2021

La negritud y el arcoíris del occidente cristiano III

 Terminando el siglo XIX, W.E. DuBois recibe una perfecta formación simbolista, y rescata el esfuerzo parnasiano; que careciendo de otro sentido que la forma misma, adquirió en DuBois la realidad que los simbolistas simbolizaban. Eran dos esfuerzos que no lograban conciliación, dados por la presión racionalista y su problema con la naturaleza de la realidad; que como cultura no tenía en cuenta el estado de superposición propio de esta, reduciéndolo a un sentido u otro en su linealidad.

DuBois, difícilmente a consciencia, resolvía el dilema, que en tanto de forma (conceptual) no era real; él aportaba la tragedia existencial de su condición política,  ahorrando al arte la necesidad del símbolo. Hasta entonces, el patetismo romántico se resolvía como vacuo o simbólico, pero en ningún caso real; como un defecto de su naturaleza artificiosa, en la apoteosis con que concretaba la tradición ilustrada.

La bifurcación era inevitable, no racional sino compulsiva y natural, reproduciendo su origen en la reacción al realismo; que era la expresión natural al racionalismo positivo, y establecía la contradicción directa entre franceses y alemanes. Es en esa reacción violenta que el romanticismo pierde pie, y queda en el gesto bello y vacío del parnasianismo; que es contra lo que se rebela el simbolismo, en un esfuerzo propio de adecuación, en que accede a la representación simbólica.

Pero el símbolo no es la realidad, y su consistencia es convencional y artificiosa, susceptible al realismo; de ahí que el simbolismo fuera también un gesto vacío y bello, en la irrealidad de su representación. Es ahí donde entra Dubois, con el patetismo no artificioso de la existencia del negro norteamericano; que dará sentido a todo Occidente, en la pobre humanidad con que lo refleja.

A partir de ahí, el negro tiene dos posibilidades, y ambas atraviesan la integración de esta cultura que se expande; en ambos casos se realiza, pero sólo en uno alcanza la plenitud, y con él todo Occidente. Antes que Dubois a Europa, llegaba el romanticismo a América, y nacía la literatura de los pioneros (Cooper[1]); que en el valor existencial de la reflexión estética, establecía al individuo como salvación de la sociedad, no a la inversa. El arquetipo provenía de Europa, pero con el valor negativo del antihéroe, no el positivo del esfuerzo individual; aunque no es gratuito que Cooper fuera cuáquero y no puritano, y así sobrepuesto al convencionalismo que nos pierde en las convenciones.

La tradición que inaugura Cooper se detiene sin embargo en la frontera racial, tras la que se expande lo desconocido; lo que no es importante, porque a diferencia de Europa no se trata de una culminación, sino de una inauguración, aunque igual de apoteósica. En efecto, si el romanticismo reacciona al racionalismo (realista), es porque este culmina el periplo a la Modernidad; pero en el nuevo mundo la experiencia no sólo es inaugural, sino que además corre por cuenta de auténticos pioneros; que inevitablemente a su vez, comunicarán este espíritu a sus obras, y con ello al valor existencial de su reflexión estética.

Una prueba es el simbolismo de Melville[2], que ya no es romántico pero cuya reflexión tampoco es abstracta; sino que se desarrolla en una comprensión paulatina e incompleta de la realidad, como sentido de la existencia.  Tómese el marco referencial, contrastando el Racionalismo europeo al Trascendentalismo norteamericano; que ciertamente emula al Irracionalismo alemán, pero sin el defecto idealista de su elitismo, y puede evolucionar al Pragmatismo (Pierce[3]).

Todo esto termina en la primera postguerra, en que la burguesía acomodada busca legitimarse en Europa; no sólo la alta burguesía, que ya no era pionera sino heredera de los pioneros, también los intelectuales; que herederos también en vez de pioneros, eran sobre todo miméticos y convencionales en su afán de triunfo (Hemingway[4]). Fue así que las viejas convenciones que pesaban sobre Europa, se impusieron en América, en esa forma del academicismo; que sin embargo, contenido en los muros de la era Jim Crow, no pudo contaminar la zona salvaje del negro.

Eso es lo que explica la figura eficiente de DuBois, como una contracción amable que puede corregir los excesos; no una casta se elegidos, en una imposible humildad de buen salvaje, pero una exposición del último reducto de humanidad disponible. Lo demuestra el vigor y la belleza del renacimiento negro, actualizando el trágico trascendentalismo que DuBois aportara al simbolismo; pero que aún tendría que salir de sí y volverse al prójimo para alcanzar esa plenitud, por encima de los muros acercados del convencionalismo europeo.

Ese es el problema con la negritud, como marca permanente sobre la evolución del problema negro; con su impronta de hermenéutica filo marxista, que enmascara su inicio como estrategia política de un pueblo en específico. En efecto, si Sédar Senghor comienza el movimiento en la Francia revolucionaria, no es gratuito el rencor tardío que provoca en Fanon; que es como la traición agazapada que amenaza a todo negro en su realización, y con él todo Occidente.




[1] . James Fenimore Cooper (1789–1851)

[2] . Herman Melville (1819–1891)

[3] . Charles Sanders Peirce (1839–1914)

[4] Ernest Miller Hemingway (1899–1961) 

Wednesday, January 20, 2021

La negritud y el arcoíris del occidente cristiano II

Hubo un dicho entre los discursos reivindicacionistas, de que el problema negro era un problema blanco; quería decir que el problema negro consistía en la incapacidad de los blancos para aceptar a los negros, no en algo propio de los negros. El problema, sin embargo, sería una abstracción que trasciende lo racial en la discriminación; en el sentido de que toda sociedad se estructura en la atribución funcional de roles y privilegios, siguiendo un criterio discriminatorio.

El efecto es negativo, pero configura la estratificación de la sociedad, y no puede aislarse en un sentido único; tampoco puede ser contraído a la confrontación entre blancos y negros, ignorando la singularidad que fracciona al África[1]. El problema de inicio estaría entonces en la naturaleza del fenómeno, como un problema conceptual y abstracto; es decir, que el problema con la negritud es su misma naturaleza abstracta y convencional, como un motivo político y en cierto modo artificial.

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Eso no quiere decir que la discriminación racial no exista, sino que no es distinta de la de género o sexual; un problema de identidad, que es recurrente y propio de la estructura misma de la sociedad, y no una actitud concreta. Eso explica su rara derivación, desde el inicio en el siglo XX, que tan afecto fue a las catarsis revolucionarias; también el hecho de su origen histórico, en los círculos intelectuales franceses, que poco más tarde —y en paralela— produjeran el mayo de 1968.

De ahí su carácter reivindicativo, y de valor sobre todo estético y moral, dado en producciones poéticas; desde René Depestre (Cuadernos del retorno al país natal) o Frantz Fanon (Máscara blanca sobre piel negra) a Aimé Cesaire (Un arcoíris para el occidente cristiano). Sin embargo, en ello también radicaría el defecto inicial, que marca su ineficacia hermenéutica con la poética; y que partiendo de una realidad política, y en ello convencional y aparente, no se concreta en una consistencia propia y existencial.

Esto se refiere al error recurrente, que reduce el problema como genérico en lo identitario; uniendo en una misma naturaleza fenómenos tan diversos —y contradictorios— como el segregacionismo norteamericano y el integracionismo hispánico[2]. Igual no consigue explicar singularidades extremas, como el racismo haitiano, donde la mayoría política es negra; teniendo que acudir a la validación moral en la lucha de clases, que ignora todas esas diferencias y contradicciones en el otro problema del colonialismo.

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El colonialismo, sin embargo, es mucho más viejo que la actual discriminación racial, y nunca fue un problema; de hecho, siempre fue la manera natural de desarrollo y expansión, no sólo dentro de la cultura occidental, sino de toda cultura. Por lo que la identificación del problema racial con el del colonialismo, sería sólo otra forma de legitimación intelectual; con la que se consigue esa integración del problema al otro de la lucha de clases, por encima de sus ya dichas contradicciones.

Hay que tener en cuenta la naturaleza formal, no necesariamente real, de los problemas políticos; que en tanto abstractos y convencionales, se usan en la legitimación de convenciones ya establecidas, como su hermenéutica[3]. En ese sentido, no es gratuito que el problema nazca en los mismos salones que luego darán el mayo del 68; son los mismos de la aristocracia en que se alimentó el humanismo, legitimando como políticas y de ascendiente popular sus contradicciones con la monarquía francesa.

Eso no resta realidad al problema, sino que lo hace propiamente humano, manifestado en la contradicción; estableciendo que su solución trasciende la singularidad racial, incluso si parte esta. Esto pareciera confirmar la reducción del problema como de clase, pero lo niega en tanto lo hace humano; de modo que sólo se puede resolver en lo individual, y por tanto es irreductible a la abstracción de la clase, so pena de estancarlo en el convencionalismo.

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La consciencia de un problema negro, así organizado como colonial, conlleva una catarsis; cuya naturaleza es liberadora pero insuficiente, y necesita concretarse en un acto de redención; es la reducción a esta catarsis, incluso si legítima, lo que resulta en contradicción del desarrollo. Todavía es innegable que, por esta naturaleza hermenéutica, el problema sólo es comprensible desde una perspectiva multidisciplinar; que trascendiendo sus determinaciones hermenéuticas —en esas disciplinas que lo determinan—, permita su solución definitiva.

De eso es de lo que se trata la introducción a Cornel West, como una organización de su sistematización ontológica; en que atravesando las contradicciones propias de lo occidental, las corrige en sus manifestaciones excelentes, sean de Herman Hesse o de Martin Heidegger. Más importante aún, eso es lo que explica que esta sistematización culmine todo el trabajo anterior de La política; que sobre la base de Peripatos, analiza la tradición cultural toda de Occidente, hasta esta culminación suya en la contradicción social.



[1] . Como ejemplo está el genocidio de Ruanda, cuyo componente principal era étnico, entre Tutsis y Hutus, que eran igualmente negros.

[2]. En otros ejemplos, Frantz Fanon tuvo fuertes críticas hacia Léopold Sédar Senghor.// CF: https://brittlepaper.com/2020/04/what-if-frantz-fanon-worked-for-leopold-sedar-senghor/

Saturday, January 16, 2021

Sobre una carta de Marcuse a Angela Davis

Marcuse recuerda cómo Angela Davis escribió que el concepto de Kant de que la fuerza proporciona el enlace entre la teoría y la práctica nos remonta a Rousseau; es decir, se trata de problemas abstractos, cuyas referencias son más abstractas aún, y más grave aún que eso, morales. No importa si en la misma se hace referencia al pasaje de la metafísica del espíritu, en que Hegel recrea la relación entre el amo y el esclavo; se trata otra vez de una abstracción, incluso si de la abstracción de un hecho real, sujeto al abstraccionismo hegeliano.

Quizás haya que recordar que el valor funcional de Hegel es lógico, culminando una tradición abstraccionista; hasta el punto de que su sintetización posterior, por la excelencia de Heidegger, culmina en el falso problema del dasein. La situación es contradictoria, pero sólo porque refleja la naturaleza contradictoria de la teoría marxista que justifica; que no es filosófica sino ideológica, como el último juicio de supremacía moral, que sustenta su reivindicacionismo.


Se trata por tanto de un esfuerzo de legitimación moral, no de comprensión lógica, explicando la función ideológica; en que por tanto, el recurso gnoseológico se usa en función de justificar la compulsión, básicamente irracional, del propósito revolucionario. De ahí sin dudas provendría el primer problema con la hermenéutica marxista, en tanto inversión de sus funciones propias; ya que no provee categorías para una comprensión de la realidad, sino sólo para la justificación de los actos, como necesarios en su propia compulsión.

Esta lectura, sin embargo, convierte las teorías asociadas al Marxismo como profecías de auto cumplimiento; no importa si basando esta perversión en la oncena tesis contra Feuerbach, como confirmando todavía su naturaleza perversa. Por supuesto, todo esto conduce a una mayor evidencia de las inconsistencias del Marxismo como teoría política; que comunicadas a sus otras elaboraciones teóricas, termina por producir la serie de contradicciones en que deviene impracticable, no importa el costo de su desastre.

 

The Prom, el musical

 

Una película musical con Meryl Streep, James Corden y Nicole Kidman debería estar condenada a la excelencia; incluso serían una magnífica base amable a estrellas en ascenso, como la Jo Elen. Sin embargo, eso es cosa del pasado, cuando la industria se manejaba en Hollywood y no era democrática e igualitaria; ahora los servicios de streaming han conseguido lo impensable, empezando por el descenso de las más rutilantes estrellas al mero musical de High School.

La pregunta del siglo que comienza es por qué Meryl Streep aceptaría participar en un pésimo capítulo de Glee; acaso no le alcanzaba para la renta, estaba atrasada con la letra de un auto, o no le daba para la propina del jardinero. Tratándose de Meryl Streep, la pregunta es seria, pues esta es la que amenazó con dejar Devil wears Prada por unos pesos; y ahora simplemente deja que le desprestigien el nombre, con ni siquiera un protagónico en sentido estricto.

Hay horrores de todo tipo, desde una Ariana Grande plana e invisible a un Keegan Michael aguado y sin gracia; y ya eso es demasiado, pues se trata de un comediante probado, capaz de revitalizar un viejo pujo con sólo un gesto. Esta película consigue esas cosas impensables, como que uno apriete el skip justo en los números musicales; de veras, no se enteraron de que un musical no rellena un tercio con baladas, pues no hay letra ni coreografía para tanto sentimentalismo.

Ver
Por el camino, otros horrores, como el elogio de las piernas todavía largas para ya fláccidas de la Kidman; o unos close up super crueles, que se habrían justificado en una película de horror, pero no en un musical ligero. Hasta el pobre Andrew Ramells, por fin tocado por el glamour y la fama, resulta humillado en esta mala ironía; como un llamado al retiro final, a menos que ocurra un milagro, de esos que no ocurren en industrias democráticas e igualitarias.

También, los clichés sobre la estilización de Bob Fose, que lo deben tener revolviéndose en la tumba; pero no más que las revolturas del pobre director de Chicago, mal copiado en la edición hasta el ensañamiento. La película es insuperable en los lugares comunes de corte existencial, porque es con discursos; en una escena para la vergüenza, la Streep y Cordan intercambian catarsis, con un patetismo mayor que la producción misma.

Esto se veía venir desde el desastre de Cats, pero parece acelerado por un progresismo desalado y sin tacones; en una caída que se agrava exponencialmente, por el absurdo de las productoras en este descenso al streaming populista. The Prom comienza con una secuencia, en la que al final acusan a los artistas de ser narcisistas decadentes; y la verdad, nunca un musical fue tan realista en su discurso y factura, como otro peligro que se cierne sobre nuestra realidad.



Friday, January 15, 2021

La negritud y el arcoíris del occidente cristiano

De algún modo, la redención propuesta por Cornel West satisfaría la necesidad planteada por René Depestre en Un arcoíris para el Occidente cristiano; en tanto esa redención se comunicaría a toda la cultura occidental, como su salvación consecuente. La dinámica no es nueva sino recurrente en el trascendentalismo romántico, con figuras como Don Juan y Doña Inés, Fausto y Margarita, etc.; en que la relación en realidad representa la del Ser con su propia naturaleza, en un conflicto nacido antes del de Adán y Eva, en el de Adán y Lilit. 

Lo que sí sería extraño, o al menos paradójico en este sentido, es que este vínculo de Depestre a West sea racial; y no sólo racial, sino incluso de rechazo de lo occidental, en el carácter identitario del conflicto de Depestre. Sólo que el conflicto de Depestre no es exactamente identitario sino existencial, aunque su planteamiento sea etnológico; porque de hecho es por la experiencia étnica que él lo conoce y puede comprenderlo como necesidad, hasta su formulación excelente. 

Yendo por partes, la propuesta de West tiene un alto componente étnico, pero no es identitaria en sentido estricto; sino que se trata de una condensación de la experiencia occidental, incluso a través de su formulación en el cristianismo; donde adquiere el valor étnico, pero sólo porque es la etnia lo que provee la experiencia existencial adecuada en su valor político. Esto parece incluso contradecir la crítica a la dialéctica histórica, en el sentido de que pareciera subordinar el problema racial al de clase; pero no es realmente así, porque la singularidad étnica no se forma como un fenómeno de clase, aún si todavía estamental. 

La diferencia está en el componente étnico, que es cultural y no político, esquivando la determinación económica; de modo que consume definitivamente el problema de la lucha de clases, en el reconocimiento de la humanidad común. No es un planteamiento idealista —humanista o ideológico— sino pragmático y realista, al contraer el conflicto a las posibilidades de lo humano; que siendo siempre concretas, se resuelven en la experiencia individual y no de clase, incluso si accede a alguna forma de sentido de comunidad en los intereses. 

Habría sido por eso que la propuesta de la negritud no alcanzara a satisfacer la necesidad, sino que sólo la planteara; incluso en esa forma excelente del trascendentalismo estético, presente no sólo en el título de Depestre, sino también en el iniciático de Senghor. En ambos casos, la propuesta es como la de los obreros alemanes e ingleses en las fábricas infernales de la Europa dieciochesca; un puro grito de humanidad, que exige liberación, pero que no alcanza a redimirse, sino apenas a retorcerse en una aberración como la del comunismo soviético. 

En todos esos casos falta la humanidad, que no es la abstracción del humanismo sino la vida concreta de las personas; que por tanto se refiere a la experiencia individual, incluso si con eso se trata de la de cada uno de los individuos. Eso es lo que propone West en su ontología, a diferencia del esteticismo excelente de la negritud en Depestre y Senghor; que responden a la misma frustración significada en el humanismo moderno del que nace, como fruto directo de la tradición ilustracionista francesa. 

La diferencia no es extraña sino funcional, en tanto una culmina una tradición y la otra inicia otra nueva; en la que incluso, la anterior puede alcanzar el primer movimiento de liberación, pero sólo la otra alcanza la apoteosis de redención. La diferencia otra vez estriba en la naturaleza de los actos, que en tanto existenciales cumples funciones distintas; una la de reorganización ontológica, referida al establecimiento de la hipóstasis en que se autodetermina el fenómeno, de Heidegger a West; y la otra de realización externa, en la praxis histórica, que afecta a toda la humanidad, y no sólo al oprimido. 

En esa sutileza consistiría la madurez, que siendo existencial se transmuta en función política, pero es individual; y que por ello no requiere de un modelo coercitivo y autoritario, sea la monarquía absoluta y liberal o la dictadura proletaria de ladino conservadurismo. Por supuesto, en tanto madurez, se trata de una apoteosis que requiere del tiempo que sea necesario para ello; no importa el peso o la amargura de la decepción, el hombre viejo a de morir su muerte de viejo, o el fantasma regresará siempre con sus reclamos.

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