Friday, January 27, 2023

La paradoja humanista y el excepcionalismo académico norteamericano

Clérigo John Harvard
Entre las peculiaridades norteamericanas sobresale su academicismo, imponiendo un cambio de paradigma; en una transición imperceptible a primera vista, pero no cuando se tiene en cuenta que su ascendiente. La historia comenzaría con la fundación de la universidad de Cambridge, de donde saldrían los puritanos que fundaron Harvard; cuando los fundadores de la de Cambridge vendrían de la de Oxford, desprendida a su vez de la de París.

Como la monarquía inglesa respecto a la francesa, la tradición académica de Inglaterra será débil, y en ello dúctil; permitiéndose un desarrollo al margen de la vigilancia eclesiástica, que es también al margen de su humanismo dogmático. El culmen de este desarrollo peculiar ocurriría en la conjunción de dos determinaciones políticas importantes; la primera con esa fundación de Cambridge, y la segunda con el cisma anglicano, y su mayor libertad respecto al pragmatismo capitalista sobre el dogma humanista.

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Esta sería la ascendencia del academicismo norteamericano, incidiendo en el nuevo enfoque sobre las ciencias; tan revolucionario —y con consecuencias tan graves— como el interés jónico en el fisiologismo, en la transición al período clásico en Grecia. Como ilustración del proceso, estaría no sólo el poder económico desplegado por ese pragmatismo de Cambridge; más importante que esto sería su énfasis en las ciencias prácticas, en contraste con la tradición humanista de la de París.

Aún, esta tradición universitaria inglesa se deprimiría durante el apogeo ilustrado de las humanidades en Francia; remarcando su enfoque en la nueva cultura de la era postmoderna, como decadencia de ese auge primero de la Modernidad. La tradición académica norteamericana es así original, en esta excepcionalidad malentendida en su comparación; porque esta y la europea responden a objetos no sólo distintos, sino de suyo complementarios, en la contradicción.

El problema sobreviene entonces con la clase desarrollada a su sombra, como una élite convencional en su especialidad; que en competencia —por sus propios intereses de clase— con la europea, desarrolla un falso interés en las humanidades. No obstante, en tanto política, esta contradicción sería banal, sin afectar esa proyección paradigmática original; que desplazando a las humanidades como objeto central del conocimiento, permite otros desarrollos de la cultura misma.

Cahrles Sanders Peirce
Estados Unidos se confirma así como el apogeo postmoderno de Occidente, aunque eso signifique su decadencia; dando lugar —gradual y proporcionalmente— a la nueva apoteosis, en su serio cariz de tecnológico pragmatismo. No será asombroso que el padre del pragmatismo norteamericano, Carles Sanders Peirce, provenga de Harvard; que nacido en el Cambridge de Massachusetts, desarrollaría la lógica en este sentido gramatical de la semiótica.

No debe ser casual que este desarrollo comience con la derivación del interés hacia las matemáticas en el Cambridge inglés; como el del último fisiólogo en la era clásica, cuando Pitágoras ofrece las bases para el exceso de Platón, con su trascendentalismo. Después de todo, Pitágoras impulsaría con ello la corrección lógica de esos excesos, con el realismo aristotélico; como una adecuación sólo comprensible con el auge de la nueva física, posible por la excelencia matemática que lo sostiene.

La espada de fuego del Uriel que expulsa a Adán, se bajaría en reverencia ante el esplendor de su humildad; que sólo llegaría desligándose de su androcentrismo, al comprender que el interés no era teológico sino sobre la majestuosa realidad que eso significa. La excepcionalidad norteamericana, en el pináculo de la soberbia humanista, respondería así a una voluntad de salvación; que siendo de Dios —sea lo que sea que esto signifique— habría extendido el siglo a los pies del hombre, para que reconozca en este poder la vanidad de su soberbia.


Saturday, January 21, 2023

La nueva historia del Cristianismo de Paul Johnson

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La diferencia entre la victoria del Cristianismo y su fracaso sería la existencia de Inglaterra y Estados Unidos; porque es cierto que el Cristianismo es su última determinación pero no la primera, que se extiende bajo aquella. De cierto, el Cristianismo gozaría de unos cuatrocientos años de ventaja para su refundación de Occidente; pero el azaroso nacimiento de Alfredo —no Carlos— el grande sellaría su condena, como antes fue Fenicia la salvación de esta cultura en su excepcionalidad.

No hay nada más antinatural que la democracia, no importa lo relativa y mínima que sea en tanto funcional; porque es la idea de que el capital puede ser otra cosa distinta de la fuerza, como el consenso y el sentido común. Eso explica el precario equilibrio de su subsistencia, contra la naturaleza que le sale al paso en toda humanidad; tendiendo siempre a esa absolutividad del poder, con alguien que cree saber qué es lo mejor para el resto de sus congéneres.

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Aun así, fue posible por la rara circunstancia, que empujara el comercio fuera de la prepotencia de los reyes cananeos; llevándola al vacío imposible —porque la realidad siente horror vacui— de una Micenas tras la decadencia de Creta.  Por esa escondida razón no vocacional, los ciudadanos y no los templos tuvieron el poder de la economía en Grecia; y es esa excepcionalidad la que fracasa natural y estruendosamente en Roma un milenio después, con la caída de su república.

Pareciera entonces que la naturaleza recobrara sus fueros, con la monstruosidad institucional del Cristianismo; que sobre las minuciosas ruinas de la antigüedad, puede diseñar el mundo —lo dijo Paul Johnson— con San Agustín. Pena —¡oh, gloria!— que ese diseño tuviera que contener el caos de las islas británicas, no sólo el orden gálico; porque la debilidad de los reyes ingleses semejará el vacío institucional de Micenas ante el empuje del comercio fenicio.

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Es así que, a un lado y otro del estrecho de Calais, forcejean las hijas de Europa; pero una es tan fuerte que se rompe, y la otra tan débil que no sólo permanece,  también se extiende. Como extensión, Estados Unidos sólo tiene el cuerpo enfermizo —y lleno de anticuerpos políticos— de su madre Albión; no importa el fantasma de su tía la Galia, cristalizando en un fantasma que guía al pueblo con los pechos desnudos; los fantasmas no existen, no importa lo persistentes en su secretismo iluminado, lo único posible es la realidad. Esta es la única ventaja de esa antinaturalidad que es la democracia, pero —¡Dios!— sí que la aprovecha; reptando como posibilidad entre los dedos marmóreos del poder absoluto, que siempre sabe qué es lo mejor.

A Micenas sólo pudo vencerla —y eso en Roma— la corrupción de sus políticos, porque Roma no tenía economía; esa es la diferencia de antes y después de César y Augusto, por más que la transición fuera progresiva y no abrupta. Eso, por tanto, no quiere decir que Estados Unidos sea infalible, como no lo fue Roma; sino que incluso si sucumbiera a ese fantasma impertérrito del comunismo, siempre le quedará la posibilidad, como Paris a Ricardo.

Eso no lo tuvo Roma, pero sí la Micenas que legó a Roma el pasado clásico de Grecia, y no es poco; y persiste en Estados Unidos, indiferente al sermón de sus noticieros como púlpitos, en la barbarie de su arte dramático. Sólo hay que ver ese refinamiento de sus libretos, recreando lo peor de la humanidad, para saber que está a salvo; porque es el testimonio de la naturaleza sobreponiéndose a la contradicción que la mata en el poder, con el resquebrajamiento de sus fantasías éticas.

Eso exactamente fue lo que tuvo el Cristianismo a su favor, el monopolio que le permitió fantasear con la ética; que es por lo que toda revolución se lanza primero a la yugular de la cultura popular, con su ascendiente reflexivo. No es cuestión de discurso, que es donde pierde el poder con su suprematismo pretencioso; sino de mera reflexividad, en que lo real expande sus posibilidades dramáticas como único testimonio de libertad.


Thursday, January 19, 2023

Federico Engels y la historia del Cristianismo

A todo lo largo del largo siglo veinte, la paranoia capitalista comparaba al comunismo con una secta religiosa; ante el desdén iluminado de los comunistas, abrazados al misticismo político y trascendental de su ideología. Tuvo que venir el mismo Engels de entre los muertos, blandiendo su aporte a la historia del Cristianismo; tuvo que ser él quien expusiera orgulloso los paralelos, que explican el sentido profundo y espantoso de su humanismo.

Engels se burla de la superstición cristiana, mientras trata de salvar su función religiosa como super estructura; aclara, por ejemplo, cómo el comunismo sólo coloca en el futuro lo que el cristianismo en el más allá. Claro, aún no ha ocurrido —para él— el estructuralismo ni el funcionalismo post estructuralista; por eso no se da cuenta de que el futuro es el más allá, como mismo el Cristo es la representación del proletariado.

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El tema de la superstición hay que tomarlo con cuidado, porque obedece a la presión epistemológica del momento; en el sentido de que el mismo irracionalismo y el negativismo alemán eran sólo una reacción al estímulo racional positivista francés; por lo que en realidad era una determinación hermenéutica suya, y se dirigía a los mismos excesos. De aquí saldrá entonces esa tendencia que —un siglo después—intente la desmitologización cristiana del Cristianismo; como si los mitos fundacionales tuvieran que responder a otra cosa que a la justificación trascendente del orden, dado en sentido lógico y no histórico.

De ese modo, el Marxismo cree —apelando a la fe— poder separar lo supersticioso de la doctrina cristiana; y pretende quedarse su humanismo, sin percibir que solo adapta su núcleo a la nueva hermenéutica, igual de supersticiosa en tanto ideológica. De ahí que paralelismos fragrantes pasen desapercibidos a la sagacidad intelectual de Engels, como esa de la otra vida y el futuro; ambos, para agotar el ejemplo, en la misma cuerda milenarista que inaugura el Cristianismo.

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Engels no sólo reconoce entonces esta paridad funcional, sino que legitima la causa socialista en la cristiana; a la que —con suma inteligencia— acusa de corromperse como religión imperial, separándose de su naturaleza profética en el judaísmo. Engels lo demuestra en una comparación inteligente, entre las teologías de Nicea y el Apocalipsis de Juan; donde no —según él— no aparece nunca el Espíritu Santo, y Jesús es separado de la divinidad de Dios, en la cuerda de Arrio.

Ignora en ello la gracia que abstrae en el Espíritu Santo la acción misma de Dios, manifiesta en todos los profetas; por lo que está también —siquiera implícito en el Apocalipsis de Juan—, aunque la narración no lo toque por ocioso. El conflicto persistente es entonces la misma incomprensión del problema de la Trinidad, cuya consistencia es existencial; algo incomprensible para una tradición como la idealista, trabada en el determinismo en lo trascendental, sea teológico o económico.

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No hay fantasía peor que la creencia en que la realidad es comprensible, que es decir racional y ordenada; no importa si se trata de la realidad en sí, o la que es la cultura y la sociedad, en tanto humana. Eso vale no sólo para el escándalo persistente del Idealismo, que comienza en la tradición platónica; sino también para el ramillete de doctrinas que justifica, incluidas la masónica, la esenia y hasta el Atonismo egipcio, que la preceden.

De ahí la soberbia de las tradiciones que creen saber que es lo mejor para la humanidad, ignorando sus falencias; porque lo mejor que puede hacerse respecto a la realidad es vivirla (realizarla), limitando esa pretensión de comprenderla. Contrario a lo que parece, eso no es una apología de la tercera tesis contra Feuerbach, que era una nota marginal y no una tesis; sino un desarrollo del probabilismo, que ancla toda comprensión posible en la contracción crítica del realismo.

Eso, claramente, no podían saberlo ni Marx ni Engels, ni ninguno de los apóstoles de la Razón Ilustrada; cuya religión se sostiene sólo en las limitaciones de la física clásica, desconociéndolo todo de la realidad. Pena que, como el cristianismo con que se compara, el socialismo esté condenado por la misma reducción; que es el rigorismo moral por el que deviene en fariseo, como la misma fatalidad del Idealismo en Occidente.

 

De la penúltima paradoja en la función del arte

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Por paradójico que pueda parecer, nadie debería dudar de que el Neoclasicismo fue otro exceso del Barroco; una voluta tan extrema en el arquitrabe de la Modernidad, que sólo podía florecer como esa apariencia de racionalidad. Después de todo, no hay racionalidad mayor que el irracionalismo, como probaron furibundos los alemanes; estableciendo esa disputa de la ilustración moderna, que va desde la positividad científica a la negatividad poética.

Eso no es una imagen, sino otra postulación de la irracionalidad del racionalismo, en su innegable paradoja; pues por su falta de consistencia propia, lo negativo sólo puede ser una representación convencional de lo extrapositivo. Por supuesto, ese tipo de postulado hiper complejo va siendo cada vez más incomprensible, como toda irracionalidad; pues no puede encajar en la pobreza lineal de una gramática que se horroriza —en su racionalidad— del encabalgamiento y la imagen compuesta.

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Eso es lo que explica la pifia de la arqueología moderna, en sus aportes racionales acerca del arte primitivo; cuando en vez de asumir su carencia de datos suficientes, apostó por una función sublime del arte, en su congregación de lo humano. Reciente, sin embargo, un antropólogo aficionado ha hecho un descubrimiento asombroso, para vergüenza de todos; claro, de todos excepto catedráticos y académicos, que como curas medievales se aferran dogmáticos a su estilo de vida.

El descubrimiento afirma que las pinturas rupestres tenían la función práctica e inmediata de la contabilidad; ni siquiera de la contabilidad por amor a la contabilidad, que ya sería bastante, sino para la vulgar y pedestre planificación. Es decir, la belleza era una cuestión tan secundaria entonces, que sólo llamaría la atención de los modernos; como aquella falta de pigmentación en la estatuaria clásica, que les sugirió una imposible sobriedad griega —con los dioses que se gastaban—.

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En este caso de esas pinturas, pruebas había de que se ignoraba más de lo que se sabía, aconsejando prudencia; pero no se puede pedir prudencia cuando se trata de cuestiones de fe, como en los fanáticos de la ciencia moderna; que como los monjes de San Basilio contra Hipatia —errada en tantas cosas— viven del poder de su Dios. Nada de esto, por supuesto, niega un posible alcance sublime del arte, como soporte externo de la inteligencia; pero sí añade un poco de tan necesaria relatividad a tamañas auto suficiencias, reclamando un poco de sentido común.

Quién sabe, quizás —perdida la legitimidad trascendente— los artistas dejen de reclamar tratamiento especial; y así, haciendo que el arte pierda su atractivo político, dejen espacio al arte verdadero en su pedestre modestia. De ese modo —aunque solo quizás— serían otra vez las grandes obras, que no aleccionaban sino se limitaban a la reflexión; devolviendo al arte esa función trascendente original, perdida en tanta pretensión de los modernos… con su simbolismo.


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