La diferencia entre la victoria del
Cristianismo y su fracaso sería la existencia de Inglaterra y Estados Unidos;
porque es cierto que el Cristianismo es su última determinación pero no la
primera, que se extiende bajo aquella. De cierto, el Cristianismo gozaría de unos
cuatrocientos años de ventaja para su refundación de Occidente; pero el azaroso
nacimiento de Alfredo —no Carlos— el grande sellaría su condena, como antes fue
Fenicia la salvación de esta cultura en su excepcionalidad.
No hay nada más antinatural que la
democracia, no importa lo relativa y mínima que sea en tanto funcional; porque
es la idea de que el capital puede ser otra cosa distinta de la fuerza, como el
consenso y el sentido común. Eso explica el precario equilibrio de su
subsistencia, contra la naturaleza que le sale al paso en toda humanidad;
tendiendo siempre a esa absolutividad del poder, con alguien que cree saber qué
es lo mejor para el resto de sus congéneres.
Aun así, fue posible por la rara circunstancia,
que empujara el comercio fuera de la prepotencia de los reyes cananeos; llevándola
al vacío imposible —porque la realidad siente horror vacui— de una Micenas tras
la decadencia de Creta. Por esa escondida
razón no vocacional, los ciudadanos y no los templos tuvieron el poder de la
economía en Grecia; y es esa excepcionalidad la que fracasa natural y
estruendosamente en Roma un milenio después, con la caída de su república.
Pareciera entonces que la
naturaleza recobrara sus fueros, con la monstruosidad institucional del
Cristianismo; que sobre las minuciosas ruinas de la antigüedad, puede diseñar el
mundo —lo dijo Paul Johnson— con San Agustín. Pena —¡oh, gloria!— que ese
diseño tuviera que contener el caos de las islas británicas, no sólo el orden
gálico; porque la debilidad de los reyes ingleses semejará el vacío
institucional de Micenas ante el empuje del comercio fenicio.
Es así que, a un lado y otro del
estrecho de Calais, forcejean las hijas de Europa; pero una es tan fuerte que se
rompe, y la otra tan débil que no sólo permanece, también se extiende. Como extensión, Estados
Unidos sólo tiene el cuerpo enfermizo —y lleno de anticuerpos políticos— de su madre
Albión; no importa el fantasma de su tía la Galia, cristalizando en un fantasma
que guía al pueblo con los pechos desnudos; los fantasmas no existen, no
importa lo persistentes en su secretismo iluminado, lo único posible es la
realidad. Esta es la única ventaja de esa antinaturalidad que es la
democracia, pero —¡Dios!— sí que la aprovecha; reptando como posibilidad entre
los dedos marmóreos del poder absoluto, que siempre sabe qué es lo mejor.
A Micenas sólo pudo vencerla —y eso
en Roma— la corrupción de sus políticos, porque Roma no tenía economía; esa es
la diferencia de antes y después de César y Augusto, por más que la transición
fuera progresiva y no abrupta. Eso, por tanto, no quiere decir que Estados
Unidos sea infalible, como no lo fue Roma; sino que incluso si sucumbiera a ese
fantasma impertérrito del comunismo, siempre le quedará la posibilidad, como
Paris a Ricardo.
Eso no lo tuvo Roma, pero sí la
Micenas que legó a Roma el pasado clásico de Grecia, y no es poco; y persiste
en Estados Unidos, indiferente al sermón de sus noticieros como púlpitos, en la
barbarie de su arte dramático. Sólo hay que ver ese refinamiento de sus
libretos, recreando lo peor de la humanidad, para saber que está a salvo;
porque es el testimonio de la naturaleza sobreponiéndose a la contradicción que
la mata en el poder, con el resquebrajamiento de sus fantasías éticas.
Eso exactamente fue lo que tuvo el
Cristianismo a su favor, el monopolio que le permitió fantasear con la ética;
que es por lo que toda revolución se lanza primero a la yugular de la cultura
popular, con su ascendiente reflexivo. No es cuestión de discurso, que es donde
pierde el poder con su suprematismo pretencioso; sino de mera reflexividad, en
que lo real expande sus posibilidades dramáticas como único testimonio de
libertad.
Seja o primeiro a comentar
Post a Comment