Día internacional del teatro
Ha pasado
otro año, y con este otro día internacional del teatro, n el que se han sucedido
mensajes y discursos; una ritualidad curiosa, marcada por esa institucionalidad
del arte contemporáneo, que marca precisamente su decadencia. Eso es apenas
natural, la institucionalidad es una naturaleza convencional, cuya apoteosis va
en detrimento de la creatividad; y el teatro no es distinto de las otras artes
en esta decadencia, aunque sí puede que más patético en su mayor visibilidad.
Después de todo, las otras artes otorgan status a cambio del patrocinio, y en
el caso de la pintura y el libro hasta pueden camuflar su comercialismo
perverso; pero el teatro tiene una dependencia mayor de la expresión cultural,
y en eso es menos elitista si es consistente. De ahí que como en una malhadada
paradoja, el teatro exponga más vergonzosamente las pretensiones y la vanidad de
los teatristas; más aún que la literatura la de los literatos o las artes
plásticas la de los plásticos, que no es menor sino más disimulada.
Esa es la
falsedad que hace patéticos los discursos de esa pretensión institucionalista,
que trata de lidiar con la extemporaneidad del arte; porque lo que determinaría
la crisis contemporánea es la falta de contexto, que serías la que lo haga
disfuncional fuera del apogeo moderno. Han pasado al menos tres siglos desde el
apogeo moderno, y es tiempo por tanto para los nuevos paradigmas; que relucen
tras el decadentismo de estos discursos de falsa trascendencia, pero como el
elefante en la sala que nadie quiere ver. Ese es el problema, y es abiertamente
económico, porque esa revolución afecta al estilo de vida de los artistas; que
formados en esos paradigmas del apogeo moderno y su cultura libresca, están
preparados para todo menos para sobrevivir a la Modernidad. La primera señal
debió haber sido la institución misma de este día por un organismo como la ONU,
y su brazo armado y guerrillero que es la UNESCO; pero como siempre, como los
aristócratas obtusos al momento de la revolución francesa —a los que de hecho
imitan en sus manierismos— los artistas se han negado a todo pragmatismo.
Ahora se
suceden celebraciones absurdas, que nos sonrojarían si alcanzáramos la
venerable edad de los que nos antecedieron; el próximo año, si tenemos suerte,
estaremos más viejos y luciremos más ridículos todavía balbuceando promesas de
amor adolescente. Por supuesto, siempre hay una manera digna de morir, pero
esta no pasa por culpar a alguien de lo que es inevitable y natural; sino que
más bien consiste en una asunción madura de la decrepitud y un goce auténtico
de las libertades que eso otorga, junto a sus responsabilidades; pero con gozos
definitivos como ese de hacer teatro porque es simplemente maravilloso hacerlo,
pensando —como Eliseo Diego de un libro de poesía— que habrá razones más serias,
pero ninguna más importante.