Sunday, August 11, 2024

La paloma de vuelo intelectual

Lidia Cabrera cubana se preciaba de que los negros cubanos éramos distintos, y citaba testimonios de estos; a nadie llamaba la atención que ella fuera blanca, y que por tanto esos testimonios podían responder a sus intereses. Eso se debe al fraude del mestizaje cubano, que antecede a la revolución como su paloma de vuelo intelectual; y que explica esa fatalidad etnográfica de nuestra antropología, en la que el negro es sólo un objeto pasivo y curioso.

A este tipo de incomprensiones podría deberse la soledad histórica del negro cubano, que es en verdad política; y que este tiende a protestar, sin que sin embargo haga algo por cambiar efectivamente esa circunstancia. En primer lugar ahí está el resto de la negritud del mundo, por la que no se sabe hacer escuchar; y la pregunta está entonces en si no se trata de una incapacidad propia de quien lo necesita, antes que del mundo.

No es que no sea cierta la trampa ideológica, que condiciona todo esfuerzo en una sola dirección como político; pero también que para ese desacuerdo hacen falta dos partes en colaboración, porque con una sola no basta. Si esa negritud del mundo nos rechaza por su ideología, podríamos recordarle de lo que se trata; es decir, que más allá de todo compromiso ajeno a la raza, es algo que compartimos y nos identifica como humanos.

Por supuesto, para eso tendríamos que desarrollar esa conciencia identitaria, desde la que hacernos escuchar; reconociéndonos en ellos y a ellos en nosotros, por los problemas comunes y no por los ajenos, que nos dividen. Eso sin embargo querría decir que no nos vemos diferentes de ellos, y ya eso es otra cosa muy distinta; porque lo cierto es que los negros cubanos gustamos de esta diferencia, que radica en no creernos tan negros como ellos.

Es por eso que el distanciamiento es tan lógico como mutuo, y parte de que el negro cubano no se reconoce como negro; sino que sólo reacciona como no blanco, en una definición negativa que como inconsistencia nos hace desconfiables. Siempre nos hemos preciado de esa distinción, bien que por debajo de la mesa para no ser groseros; en otra muestra de la misma doblez, que así nos hace doblemente sospechosos y otra vez desconfiables.

Incluso nuestra antropología es en realidad etnología, con el negro como objeto pasivo de esa cultura; a la que aporta los mismos clichés por los que protesta, reducido a la música, el baile y la poesía. En tiempos de superficialidad, nadie ahonda en las profundidades semiológicas de ese aporte, que trascienden la forma. Preferimos justificar —ahogando el resentimiento— la vulgaridad a que se nos reduce, como falsa simpleza popular; haciéndole juego al etnólogo que nos dice que somos distintos, más inteligentes, porque más mansos.

La negritud sigue sin embargo allí, más allá de los babalaos blancos y los mestizos claros dueños de botánicas; y en esa negritud, la madre del mundo mantiene sus brazos abiertos, esperando por nuestra catarsis.  Esa catarsis cumpliría el terror de los delmontinos, arrojándonos al centro de la ilustración haitiana, por ejemplo; pero armonizando al país entero en un mestizaje real, y no la ficción intelectual que ahora lo constriñe.

Cuba es tan blanca como negra, pero también a la inversa, no el sólo sentido de esa la falacia del mestizaje; en que como en esa paloma de vuelo intelectual de Nicolás Guillén, ser negro sólo significa no ser blanco. Se trata de un síndrome ya viejo, el llamado Bovarismo, de Jules Gaultier a Arnold van Gennep y Jean Prince-Mars; así que es también hora de superarlo, con una madurez no sólo intelectual —he ahí la trampa— sino sobre todo existencial. Los negros somos negros, incluso si occidentales, con esa dualidad maravillosa y no esquizoide que describió Du Bois; y los de Cuba tenemos la potestad maravillosa de llegar frescos y últimos al baile, marcando el ritmo por el que baile el mundo.

Saturday, August 3, 2024

Bienvenida de vuelta a la Negritud

El conflicto que enfrentó el Capitán general O’Donnell en Cuba no era de rebelión efectiva, sino de negrización; como un peligro que emanando de la reciente república haitiana, brindaba un paradigma a los negros cubanos. Eso no se traduce en alzamientos peligrosos, que la geografía del país hubiera permitido controlar con facilidad; pero sí la formación de un foco ilustrado en Santiago de Cuba, que dificultara la primacía de la sacarocracia blanca.

No es casual que los Independientes de Color se alzaran en Santiago, ni el ascendiente haitiano de sus líderes; tampoco que ese mismo fuera el ascendiente de Rómulo Lachatañeré, el antropólogo negro que cuestionara a Ortiz. Santiago de Cuba era sin dudas un foco de nueva hermenéutica, surgida de los conflictos de haitianos y dominicanos; que recalando allí con sus problemas, incluso de identidad, se enfrascaban en sus discusiones ajenas a La Habana.

La referencia es fuerte, con un Antenor Firmin que desafía en Francia al fundador de la antropología francesa; y un Joseph Janvier que rescata la disciplina a su valor propio sobre la humanidad, desde las reducciones etnológicas. La tensión negra es fuerte en Cuba, con un Occidente amenazado por dos frentes, no sólo el oriental; también está el del comercio con la Luisiana, a donde han huido haitianos y franceses, mezclados en sus desavenencias.

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Mientras tanto en Cuba, lo más que puede hacerse es lanzar esa paloma de vuelo intelectual del mestizaje; que se postula como pura necesidad lógica, pero de difícil realidad en esa ficción del sincretismo político. En definitiva, el mestizaje es una categoría no sólo abstracta y convencional, sino de suyo condicionada a su subordinación; mientras las personas se comportan como negros o como blancos, relativa pero también firmemente.

El mestizaje no puede acceder a los intríngulis de la política, que reacciona airada cada vez que se rompe la regla; eso es lo que no le perdonó la burguesía a Batista, justificando la violencia en contra suya como revolucionaria. Tras Batista estaba la amplia ala del conservadurismo negro, que tenía aspiraciones burguesas en su carácter proletario; y eso era impensable, como esa amenaza constante que emanó del Caribe, hasta que la revolución pudo controlarlo.

En eso consiste el trabajo de René Depestre, con un título tan ilustrativo como Bienvenida y adiós a la negritud; pero tan minucioso que recoge y organiza hasta sus propias falencias políticas, con las que disuelve el movimiento. Este libro de Depestre emula la disolución del Movimiento del Niágara, por W.E.B. Du Bois, en Norteamérica; subordinando toda la posible negritud estadounidense a la estrategia política del liberalismo, que es ideológico y blanco.

La crítica de Depestre se centra en el culturalismo del movimiento, como esfuerzo de una nueva ontología; sin ver que se trataba de recuperar la ontología original del ancestralismo negro, adecuando los defectos de la occidental. No pudo comprenderlo —como no puede comprenderse todavía— porque el problema no es sólo ontológico; es de hecho hermenéutico, en esa dependencia hermenéutica del Marxismo de la tradición Idealista en que nace; y cuyo trascendentalismo deriva a lo histórico, tratando de resolverle algún inmanentismo, pero infructuosamente.

La negritud ofrece todavía y sin embargo esa capacidad de renovación para todo Occidente, que se niega terco; no por perverso sino infantil en la terquedad, dada esa insuficiencia en que no puede comprender esa falencia suya. El Nuevo Pensamiento Negro, reorganizando el fenómeno, puede suplir esta carencia, que es hermenéutica; y que debida al exceso ilustrado de la modernidad, ha precipitado incontenido toda su civilización a la entropía; lo que no es grave, si después de todo ahí está Haití, dispuesta con su ilustración, dándole la bienvenida de nuevo a la Negritud.

Wednesday, July 31, 2024

René Depestre, o el comunismo contra la Negritud

Jean Prince-Mars resuelve en su antropología la contradicción haitiana, lógica en su surgimiento de la crisis francesa; apostando por un mestizaje político, que no respondía ni con mucho a su realidad cultural, como tampoco en Cuba. Como todo el mundo reconoce, en su naturaleza cultural, eso es la base de la Negritud como proyección política; y su consistencia es peligrosa como alternativa al desarrollo entrópico de Occidente, dirigiéndose a su propia apoteosis.

Desde este punto de vista, la Negritud haitiana es un fenómeno políticamente apropiado por el liberalismo occidental; no nacido de este, como en el caso norteamericano, que responde al mismo determinismo político de esta entropía; o en el caso de su extensión africana, donde se apoya en el pensamiento anticolonial de ese liberalismo. Por eso también esa peligrosidad y mayor eficacia suya, respondiendo a sus propias contradicciones y no externas; o la segunda vertiente del caso norteamericao[1], en el que sólo es una alternativa —sin dudas más pragmática— al idealismo original.

Hay un error cuando Depestre cita a Fanón, y probablemente de Fanón en su definición original de la Negritud; que para Fanón era la reacción del hombre negro ante su ostracismo por el blanco, cantándose y admirándose a sí mismo[2]. Eso puede formar parte precisamente del Bovarismo que denuncia Mars, pero tiene todavía un profundo sentido; sólo que existencial, porque resuelve en la reflexión estética su comprensión singular de la realidad, como cultura.

No se trata de una extensión de ese Bovarismo, sino del espacio lógico creado por este, en su función reflexivo; de modo que Mars —y la Negritud como su espacio— no es un genio sino una apoteosis lógica de lo negro americano. Eso es lo que escapa a Depestre, que se adentra así en las dificultades del país ajeno como propio, en la condición proletaria; pero cuando él mismo no es un proletario, sino que participa del elitismo intelectual que usurpa esa representación del proletariado; y peor aún, porque deviene en la máscara negra que asume el espíritu blanco, en esa expansión de su entropía.

La ilusión de que el negro esté dotado de una naturaleza particular, se referiría primero a su marginalidad política; e inmediatamente ahí, a esta como reservorio de su singularidad cosmológica, definida por el contraste. Este es el suplemento espiritual que necesita ese Occidente, como el arcoíris de su propia poética[3], aunque lo desconozca; sólo que no en esa inconsistencia del bucle dialéctico que es el paraíso proletario, distópico cono toda utopía forzada en la historia.

Lo que ocurre ahí es la divergencia de interese y sentido, entre el liberalismo y la negritud, que explican a cada uno; pero que ya estaba expuesta por Sartre en el Orfeo negro, y que era lógico en su blanquitud, pero que ahora asumido por el negro. El conflicto es siempre de esa ontología defectuosa, sólo que ahora más ríspido en su incomprensión de la burguesía; pero por ese defecto onto hermenéutico del Idealismo Trascendental en que nace el liberalismo, incluso en su teoría marxista.

El defecto, proveniente de la dialéctica, consiste en el determinismo económico, reduciendo la cultura a lo social; pero en lo que se subordina la potestad individual al colectivo, desde el imperativo kantiano a la dialéctica hegeliana. La cultura como realidad histórica y en tanto humana, trasciende este determinismo en las relaciones funcionales con que se estructura; y el capital no es sólo financiero sino también espiritual, como el conjunto de recursos con que se resuelve la existencia.

Eso es lo que hace al defecto de occidente ontológico hermenéutico, propio de su comprensión de lo real; y eso es lo que puede suplir el desarrollo alternativo de la Negritud como referente político, en su espiritualidad. La restauración de la cultura, de ese desastre antropológico provocado por la apoteosis humanista, corrigiendo ese defecto; como de hecho lo postula la belga Liyan Kestekoot —citada por el mismo Depestre[4]—, aludiendo a ese mismo restauracionismo.


[1] . Se refiere a la estrategia de acomodamiento de Booker t. Washington, en su Compromiso de  Atlanta.
[2] . Cf: René Depestre, Bienvenida y adios a la negritud, Op. Cit., p 40.
[3] . Se refiere a su obra de teatro Un arcoíris para el occidente cristiano, Premio Casa de las Américas.
[4] . Cf: René Depestre, Op. Cit., p 41.

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