Wednesday, August 29, 2018

El cine en su contradicción


Un beso es una película italiana del 2016, que trata de la difícil etapa de la adolescencia, centrándose en un grupo de tres amigos; el primer defecto es no tratar el problema de este modo genérico, como si lo difícil no fuera ese tránsito; sino dirigirse puntualmente a la confrontación de la homofobia y el abuso, en los que últimamente se concentra la sociedad. Eso sería un error de enfoque, aunque ya típico y hasta convencional en lo manido, como un cliché; porque obvia la condición esencial de la adolescencia, en que el ser humano carece de toda experiencia y empieza a acumularla.

En principio la película es fresca e interesante en su propuesta, como cualquier película menor sobre adolescentes; consiguiendo un buen ritmo dramático, con buenas actuaciones, aunque no sorprendentes, y buena dirección de actores. Sin embargo, todo se desbarranca con la catarsis final, en que el guion se vuelve moralista y discursivo como una catequesis; que es a lo que se ha reducido la riqueza del humanismo, con una modernidad mediocre que descree del poder de la reflexión estética.

En oposición a esta propuesta resaltaría la francesa Tener 17, también del 2016, más o menos sobre lo mismo; pero con una inteligencia real, que no trata de moralizar sino se limita a la representación misma del drama; y que así es reflexionado, pero en los alcances analógicos propios de la forma (estética) y no de un sistema moral. Por supuesto, dicha oposición no es sólo recurrente, sino que también se refiere a las tradiciones que la respaldan; como ese contraste entre el reductivismo racionalista del neorrealismo italiano, frente al emocionalismo francés de la nueva ola.

Bastaría saber que el racionalismo es reductivo para preferir la rica emocionalidad en toda representación; pero el problema aquí es otro, y consiste en esa desconfianza ante la capacidad reflexiva de la forma en sí misma, por sus alcances. El racionalismo es fruto del apogeo positivista moderno, y su oposición fue el irracionalismo alemán; que era extrapositivo; y cuya actualización en el arte cinematográfico habría sido esa contención catártica, con la que a la larga triunfa Truffaut. La imposibilidad de comprender este proceso, que es natural al arte, es lo que habla de la mediocridad contemporánea; pero más grave aún, también habla del convencionalismo que impide los desarrollos dialécticos de la reflexión.

Para resolver esas contradicciones, la Modernidad produjo la misma apoteosis de las artes que sabotea en su decadencia postmoderna; pero todo eso es abstracto, y aún quedan los artistas como último recurso en su individualidad, para salvar este reducto de las artes con su vindicación de la forma. Claro, también es posible que sean las artes mismas las que ya resulten disfuncionales, en esa convencionalidad inevitable en que decaen; si después de todo, ya son las ciencias las que alcanzan esa apoteosis, que hubo de canalizarse en la individualidad de los artistas como subjetivas; ahora en la plena objetividad del indeterminismo y el entrelazamiento cuántico, más abismales en su ontología que los mismos pensamientos de Pascal.

El jardín

En la muerte de Carilda Oliver Labra
pero por todas



Apenas hay ya estatuas
En este jardín que antaño fuera tan cuidado,
Las que quedan están decapitadas
O peor, sin pedestal, tambaleantes, anunciando
El estrépito sordo con que deshacen su piedra
Sólo aguantada por la hiedra y el musgo.
Ya no vienen los pájaros a ensuciarlas
Ni las amenazan los niños atrevidos;
Alguna vez algún alma atribulada pasea
Por estos senderos llenos de hojarasca y sucios,
Pero perdida, como si recordara otros tiempos
En que este jardín era primoroso
Y sus setos verdes
Y sus flores coloreadas
Y sus fuentes cantarinas
Y sus pájaros y cuidadores
Eran el ritmo del mundo y su horizonte.
Hoy ha caído otra estatua, pero nadie sabe
Que estaba ahí muda en su mármol blanco.

Ignacio T. Granados Herrera

Tuesday, August 28, 2018

El acompañante, de Pavel Giraud


Con un final sinfónico y una sobriedad a prueba de tradiciones nacionales, El acompañante de Pavel Giroud es una declaración singular del cine cubano; al que sin dudas reivindica, pero como un nuevo estado de madurez y plenitud, alejándose con su altura estética del heroísmo chapucero sobre el que se levanta. No es que la tradición de cine cubano no sea buena, sino que como todo esfuerzo artificioso, conduce a ninguna parte; y sólo sirve como referencia sobre la que una nueva generación de cineastas depure los mitos, y se quede lo que sirve de los mismos.
Entre la tradición neorrealista y la oposición de la nueva ola, quedan el cinismo norteamericano y estoicismo soviético; de todo ello se puede concluir un hedonismo caribeño, desgraciadamente lastrado en Cuba por el idealismo neorrealista, que es casi documental. El problema es que esa fue la referencia que primó en las pugnas con que se armó el cine cubano revolucionario, borrando los cimientos anteriores; de esa negación sólo podía emerger un drama torcido como el de Edipo, con las excepciones de un magisterio diluido por la banalidad ideológica. 
De ahí que la crisis institucional de la debacle económica nacional tenga valor contractivo, como la dialéctica de Sócrates ante el guirigay sofístico; y es ahí donde surge el fenómeno Giroud, como una nueva generación profesional, en peligro siempre de ser sobrepasada por la tradición. El acompañante es así no sólo la reivindicación de Giroud, también de toda esa generación apiñada tras los dinosaurios del nepotismo; y con una seriedad asombrosa, que puede equilibrar el sobrio emocionalismo de aquella nueva ola francesa con esa lentitud estética del estoicismo soviético. 
Todo eso es ese filme, con una fotografía de estudio, un guion elegantísimo y el lujo de la escuela de actuación cubana; y de Tarkovsky a Truffaut, ese es el espectro que define a esta cinematografía sin dudas nueva y sorprendente; un cine cubano que no se recrea en el drama habitual del exilio —que no ignora— y la ruina física, que es banal. La historia narra la relación entre un enfermo de VIH y su acompañante, que se va haciendo gradualmente íntima; para extraños puede ser inconcebible, en esa calidad distópica de la protección gubernamental, reflejada sobre todo en la seriedad burocrática de la directora del sanatorio.
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La historia también nos recuerda en algún momento que el drama al que se refiere sí es nacional y terrible de tan retorcido y recurrente; nos recuerda a Santa y Andrés —a la que antecede— en esta recurrencia, pero carece de ese ánimo discursivo que nos lastra, y pone su fe en el poder estético. De ahí que consiga transmitir con eficiencia ese ahogo de una situación definitiva pero alargada ad infitum, sin intervenciones que se presten a la demagogia; y mejor aún, ni siquiera roza la sensiblería tan recurrente a ese hedonismo caribeño de nuestros neorrealistas. 
Lo mejor, esa capacidad para contrarrestar situaciones en un paralelismo orgánico, con ese valor sinfónico y apoteósico de su parábola; para ofrecer un cine que es denso y hermoso por su contundencia, a la vez que definitiva y profundamente humano. Sin dudas, el experimento más interesante del cine contemporáneo podría ser que los circuitos comerciales se rindieran a esta propuesta de Giroud y los suyos; que prometen calmar con esta sobriedad las tormentosas aguas de las tradiciones culturales cubanas, ahora que se debaten decadentes entre la mezquindad y la sensiblería.

Friday, August 10, 2018

Clímax, de Ulises Regueiro


Teatro Artefactus de Miami acaba de inaugurar una muestra fotográfica de Ulises Regueiro, que es un poco el hijo de Miami; la muestra está planificada para todo el mes de agosto, y realmente vale la pena apreciar el trabajo de este actor devenido en intérprete de la plástica del teatro. Ulises es un poco el hijo de Miami, porque es aquí donde ha desarrollado esta faceta, aunque tuviera esporádicos antecedentes en Cuba; su mejor virtud es la autenticidad, que junto con la personalidad un poco alambicada del artista local, es una combinación singular.
Es fácil caer en el elogio entusiasmado, sobre todo por la extrema calidad de la muestra, pero se le hace poco favor; porque de nuevo, su mejor virtud es la autenticidad, y esta viene de su formación absolutamente espontánea y autodidacta. Sobresale en la perspectiva local, en que escasean las muestras de este tipo, desde que Pedro Portal hiciera aquella icónica —y copiada— de personalidades artísticas del exilio cubano; pero sus composiciones son simples, sólo apoyadas en la plenitud del plano en close up absoluto y cruel. Es gracias a eso que obtiene una textura cercana al expresionismo, resuelta además en la plasticidad natural de la pose teatral; dada por un sujeto en la práctica actoral misma, que le provee las poses y clichés necesarios en el mismo movimiento natural.
De ahí también la recurrencia del blanco y negro, justificada en esta teatralidad de su objeto, extendida más allá del teatro mismo; porque Regueiro, como cronista de la cultura local, registra con su obturador a todo el que acontece en el mundo del arte. Gracias a su modestia ha logrado escabullirse a las trampas de la fama local, y del ego de los amigos que lo adoran; pues sin dudas su mejor instrumento es su propia tribulación ontológica, como el eterno actor en crisis que es, en medio de su vida como una performance existencial. Regueiro lleva sólo ocho años de carrera como fotógrafo, pero le aporta toda la ontología del teatro experimental; de ahí esa intuición que lo lleva a perseguir el alma del actor en el momento del clímax histriónico, explicando el origen del título. 
Como autodidacta, Regueiro tiene a su favor la actitud obsesiva del actor contemporáneo y su búsqueda suprema de la esencia con que comunicarse; y eso quiere decir que estudia frenéticamente, lo que no lo hace menos sino mejor autodidacta. También ha podido contar con el consejo oportuno de buenos fotógrafos, como Iván Cañas y Mario García Joya; que son legendarios en sí mismos, y han tenido a bien dejarse seducir por esta dulce candidez del más encantador y humilde de sus camaradas. Regueiro tiene en planes una segunda exposición, más amplia, con la que quizás se expanda al muestrario que posee sobre artistas locales; y que a diferencia de otras muestras de ese tipo, no repite el canon de Pedro Portal, sino que recrea sus sujetos en el otro hieratismo de sus prácticas mismas.

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