El acompañante, de Pavel Giraud
Con un final sinfónico y una sobriedad a prueba de tradiciones nacionales, El acompañante de Pavel Giroud es una
declaración singular del cine cubano; al que sin dudas reivindica, pero como un
nuevo estado de madurez y plenitud, alejándose con su altura estética del
heroísmo chapucero sobre el que se levanta. No es que la tradición de cine
cubano no sea buena, sino que como todo esfuerzo artificioso, conduce a ninguna
parte; y sólo sirve como referencia sobre la que una nueva generación de
cineastas depure los mitos, y se quede lo que sirve de los mismos.
Entre la tradición neorrealista y la oposición de la nueva ola, quedan el cinismo
norteamericano y estoicismo soviético; de todo ello se puede concluir un
hedonismo caribeño, desgraciadamente lastrado en Cuba por el idealismo
neorrealista, que es casi documental. El problema es que esa fue la referencia
que primó en las pugnas con que se armó el cine cubano revolucionario, borrando
los cimientos anteriores; de esa negación sólo podía emerger un drama torcido
como el de Edipo, con las excepciones de un magisterio diluido por la banalidad
ideológica.
De ahí que la crisis institucional de la debacle económica nacional tenga
valor contractivo, como la dialéctica de Sócrates ante el guirigay sofístico; y
es ahí donde surge el fenómeno Giroud, como una nueva generación profesional,
en peligro siempre de ser sobrepasada por la tradición. El acompañante es así no sólo la reivindicación de Giroud, también
de toda esa generación apiñada tras los dinosaurios del nepotismo; y con una
seriedad asombrosa, que puede equilibrar el sobrio emocionalismo de aquella
nueva ola francesa con esa lentitud estética del estoicismo soviético.
Todo eso es ese filme, con una fotografía de estudio, un guion elegantísimo
y el lujo de la escuela de actuación cubana; y de Tarkovsky a Truffaut, ese es
el espectro que define a esta cinematografía sin dudas nueva y sorprendente; un
cine cubano que no se recrea en el drama habitual del exilio —que no ignora— y
la ruina física, que es banal. La historia narra la relación entre un enfermo
de VIH y su acompañante, que se va haciendo gradualmente íntima; para extraños
puede ser inconcebible, en esa calidad distópica de la protección
gubernamental, reflejada sobre todo en la seriedad burocrática de la directora
del sanatorio.
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La historia también nos recuerda en algún momento que el drama al que se
refiere sí es nacional y terrible de tan retorcido y recurrente; nos recuerda a
Santa y Andrés —a la que antecede— en esta recurrencia,
pero carece de ese ánimo discursivo que nos lastra, y pone su fe en el poder
estético. De ahí que consiga transmitir con eficiencia ese ahogo de una
situación definitiva pero alargada ad infitum,
sin intervenciones que se presten a la demagogia; y mejor aún, ni siquiera roza
la sensiblería tan recurrente a ese hedonismo caribeño de nuestros
neorrealistas.
Lo mejor, esa capacidad para contrarrestar situaciones en un paralelismo
orgánico, con ese valor sinfónico y apoteósico de su parábola; para ofrecer un
cine que es denso y hermoso por su contundencia, a la vez que definitiva y
profundamente humano. Sin dudas, el experimento más interesante del cine
contemporáneo podría ser que los circuitos comerciales se rindieran a esta
propuesta de Giroud y los suyos; que prometen calmar con esta sobriedad las
tormentosas aguas de las tradiciones culturales cubanas, ahora que se debaten decadentes
entre la mezquindad y la sensiblería.
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