Tuesday, August 28, 2018

El acompañante, de Pavel Giraud


Con un final sinfónico y una sobriedad a prueba de tradiciones nacionales, El acompañante de Pavel Giroud es una declaración singular del cine cubano; al que sin dudas reivindica, pero como un nuevo estado de madurez y plenitud, alejándose con su altura estética del heroísmo chapucero sobre el que se levanta. No es que la tradición de cine cubano no sea buena, sino que como todo esfuerzo artificioso, conduce a ninguna parte; y sólo sirve como referencia sobre la que una nueva generación de cineastas depure los mitos, y se quede lo que sirve de los mismos.
Entre la tradición neorrealista y la oposición de la nueva ola, quedan el cinismo norteamericano y estoicismo soviético; de todo ello se puede concluir un hedonismo caribeño, desgraciadamente lastrado en Cuba por el idealismo neorrealista, que es casi documental. El problema es que esa fue la referencia que primó en las pugnas con que se armó el cine cubano revolucionario, borrando los cimientos anteriores; de esa negación sólo podía emerger un drama torcido como el de Edipo, con las excepciones de un magisterio diluido por la banalidad ideológica. 
De ahí que la crisis institucional de la debacle económica nacional tenga valor contractivo, como la dialéctica de Sócrates ante el guirigay sofístico; y es ahí donde surge el fenómeno Giroud, como una nueva generación profesional, en peligro siempre de ser sobrepasada por la tradición. El acompañante es así no sólo la reivindicación de Giroud, también de toda esa generación apiñada tras los dinosaurios del nepotismo; y con una seriedad asombrosa, que puede equilibrar el sobrio emocionalismo de aquella nueva ola francesa con esa lentitud estética del estoicismo soviético. 
Todo eso es ese filme, con una fotografía de estudio, un guion elegantísimo y el lujo de la escuela de actuación cubana; y de Tarkovsky a Truffaut, ese es el espectro que define a esta cinematografía sin dudas nueva y sorprendente; un cine cubano que no se recrea en el drama habitual del exilio —que no ignora— y la ruina física, que es banal. La historia narra la relación entre un enfermo de VIH y su acompañante, que se va haciendo gradualmente íntima; para extraños puede ser inconcebible, en esa calidad distópica de la protección gubernamental, reflejada sobre todo en la seriedad burocrática de la directora del sanatorio.
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La historia también nos recuerda en algún momento que el drama al que se refiere sí es nacional y terrible de tan retorcido y recurrente; nos recuerda a Santa y Andrés —a la que antecede— en esta recurrencia, pero carece de ese ánimo discursivo que nos lastra, y pone su fe en el poder estético. De ahí que consiga transmitir con eficiencia ese ahogo de una situación definitiva pero alargada ad infitum, sin intervenciones que se presten a la demagogia; y mejor aún, ni siquiera roza la sensiblería tan recurrente a ese hedonismo caribeño de nuestros neorrealistas. 
Lo mejor, esa capacidad para contrarrestar situaciones en un paralelismo orgánico, con ese valor sinfónico y apoteósico de su parábola; para ofrecer un cine que es denso y hermoso por su contundencia, a la vez que definitiva y profundamente humano. Sin dudas, el experimento más interesante del cine contemporáneo podría ser que los circuitos comerciales se rindieran a esta propuesta de Giroud y los suyos; que prometen calmar con esta sobriedad las tormentosas aguas de las tradiciones culturales cubanas, ahora que se debaten decadentes entre la mezquindad y la sensiblería.

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