El cine en su contradicción
Un beso es una película italiana del 2016, que trata de la difícil etapa
de la adolescencia, centrándose en un grupo de tres amigos; el primer defecto
es no tratar el problema de este modo genérico, como si lo difícil no fuera ese
tránsito; sino dirigirse puntualmente a la confrontación de la homofobia y el
abuso, en los que últimamente se concentra la sociedad. Eso sería un error de
enfoque, aunque ya típico y hasta convencional en lo manido, como un cliché; porque
obvia la condición esencial de la adolescencia, en que el ser humano carece de toda
experiencia y empieza a acumularla.
En principio la película es fresca
e interesante en su propuesta, como cualquier película menor sobre adolescentes;
consiguiendo un buen ritmo dramático, con buenas actuaciones, aunque no
sorprendentes, y buena dirección de actores. Sin embargo, todo se desbarranca
con la catarsis final, en que el guion se vuelve moralista y discursivo como
una catequesis; que es a lo que se ha reducido la riqueza del humanismo, con una
modernidad mediocre que descree del poder de la reflexión estética.
En oposición a esta propuesta resaltaría
la francesa Tener 17, también del 2016,
más o menos sobre lo mismo; pero con una inteligencia real, que no trata de
moralizar sino se limita a la representación misma del drama; y que así es
reflexionado, pero en los alcances analógicos propios de la forma (estética) y
no de un sistema moral. Por supuesto, dicha oposición no es sólo recurrente, sino
que también se refiere a las tradiciones que la respaldan; como ese contraste
entre el reductivismo racionalista del neorrealismo italiano, frente al emocionalismo
francés de la nueva ola.
Bastaría saber que el
racionalismo es reductivo para preferir la rica emocionalidad en toda
representación; pero el problema aquí es otro, y consiste en esa desconfianza
ante la capacidad reflexiva de la forma en sí misma, por sus alcances. El racionalismo
es fruto del apogeo positivista moderno, y su oposición fue el irracionalismo
alemán; que era extrapositivo; y cuya actualización en el arte cinematográfico habría
sido esa contención catártica, con la que a la larga triunfa Truffaut. La
imposibilidad de comprender este proceso, que es natural al arte, es lo que
habla de la mediocridad contemporánea; pero más grave aún, también habla del
convencionalismo que impide los desarrollos dialécticos de la reflexión.
Para resolver esas contradicciones,
la Modernidad produjo la misma apoteosis de las artes que sabotea en su
decadencia postmoderna; pero todo eso es abstracto, y aún quedan los artistas
como último recurso en su individualidad, para salvar este reducto de las artes
con su vindicación de la forma. Claro, también es posible que sean las artes
mismas las que ya resulten disfuncionales, en esa convencionalidad inevitable
en que decaen; si después de todo, ya son las ciencias las que alcanzan esa
apoteosis, que hubo de canalizarse en la individualidad de los artistas como
subjetivas; ahora en la plena objetividad del indeterminismo y el
entrelazamiento cuántico, más abismales en su ontología que los mismos
pensamientos de Pascal.
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